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lunes, 25 de octubre de 2010

POEMAS, COPLAS Y CANTICO DE NAVIDAD DE MANUEL FELIPE RUGELES

Desde finales de noviembre comenzaba el tiempo de los pesebres, todo hablaba de los nacimientos y de la cercana nochebuena. Gran­des acontecimientos rompían todos los años la monotonía de la edad y juntaban los grupos sociales que en el resto de los días estaban distanciados por las tontas categorías que imponía una absurda clasificación de gentes de primera y segunda. En enero, las ferias y fiestas patronales; en marzo o abril, la semana santa y en diciembre, la nochebuena.
Las fiestas de enero eran la cita de la calle, en las plazas de toros, las funciones de circo, en las ferias que organizaban los colombianos con centenares de bestias que traían desde la altiplanicie de Bogotá, era la época de los bailes, clubes, botiquines y plazas y de las casas de juegos que permanecían abiertas noche y día durante la temporada.
Casi siempre coincidían la semana santa con la visita de la espesa neblina que cubría el paisaje como un sudario y el castigo de un verano que secaba las fuentes y destruía los sembrados. Eran días de silencio envueltos en un tremendo calor. Clima propicio para que desde el púlpi­to los sacerdotes recordaran a los parroquianos las amenazas de muerte y castigo eterno que colgaban sobre la vida de los incrédulos. Se apagaban las lámparas y los días transcurrían entre amenazantes sermones, cánticos y procesiones en angustiosa espera de la Resurrección del sá­bado en que terminaba la alegría con el repique de las campanas de la Catedral y de la Ermita.
Si las ferias o la semana santa obligaban a la gente a congregarse en plazas e iglesias, la nochebuena era el festejo hogareño. Una celebración que se convertía en competencia de amor y artesanía en la construcción de los pesebres y en la preciosita elaboración de la cena.
Con noviembre se despedía el mes de los muertos, las noches de los rezos para pedir por el eterno descanso de padres y familiares fallecidos y por los muertos que no tenían deudas en el mundo. Al entrar diciem­bre, el cielo de San Cristóbal parecía más azul, más alto, más cielo. Un aire alegre, que hacia cosquillas, envolvía a los hombres trasnochados y a las mujeres madrugadoras que se encontraban en las desiertas calles cuando regresaban los unos de la simple bohemia pueblerina y encami­naban las otras sus pasos a la iglesia en donde la música del órgano acompasaba la palabra del predicador que hablaba ahora de la alegría de la natividad y del misterio de Belén.
Un día, muy de mañana, los corredores y las salas de las casas quedaban invadidas por el perfume del gusanillo que habían traído de las montañas vecinas. Eran las vísperas de la nochebuena. Con el gusanillo, llegaban también cargas de musgos, o de lamas, como se decía en el lenguaje andino, y los helechos y las parásitas. Doña Regina empezaba a sembrar, en vasijas, los granos de maíz para que otro verde formara parte del paisaje vegetal del pesebre, mientras que las muchachas de la casa buscaban, en los plantíos que rodeaban la ciudad, las espigas de la caña brava y las hojas secas para cons­truir la choza del Niño-Dios.
Manuelita Arciniegas, Anagustina Ramírez, Encarnación Niño eran las artistas del anime y de su manos salían rebaños de dulces ovejitas con su piel de algodón, sus paticas de palos de fósforos, sus orejitas de cartón. Sara García rompía la monotonía de los rebaños para crear un rico mundo de personajes de anime, en donde figuraban el cotudo del pueblo, la pareja campesina con sus ruanas y sus sombreros, la lavande­ra, el zapatero, el cura y el comisario de la aldea.
Competían estas artistas del anime, con los alfareros de las lomas de Capacho. En aquellos tiempos, en los que todavía no se habían clasifica­do y bautizado ciertas expresiones del arte como "ingenuas", los muñe­cos de barro de capacho constituían las más depuradas, rica y expresiva manifestación de arte campesino, en donde un grupo de artistas de la arcilla creaban personajes y escenas que reflejaban en forma critica y original el universo que los rodeaba.
Ovejas y muñecos de anime y muñecos de barro alternarían en el mundo del pesebre con los juguetes de lata, los soldaditos de plomo y los leones, tigres, elefantes y patos, de celuloide que a lo largo del año, la madre y los niños habían comprado en las quincallas del mercado o en las tiendas y almacenes de mayor categoría.
La preparación del escenario consumía varios días. El armazón que iba a sostener montañas y valles reclamaba ciencia y pacien­cia. Escoger las tablas o el mesón que se transformaría en el valle por donde iban a llegar los reyes y se colocarían los espejos con­vertidos en lagos en donde navegarían los barquitos de madera y nadarían cisnes y ballenas de celuloides. Detrás del mesón había que levantar el espinazo de las montañas, en cuya base estaba la cueva sagrada. Las cañabravas del armazón debían colocarse a diferentes alturas y en distintas direcciones para que la gran tela pintada de verde y almidonada con azulillo tomara en sus hondo­nadas y eminencias las formas perfectas de una montaña andina. Luego vendría el reguero del talco que debía brillar en las noches y simular, también, la nieve de las alturas. El musgo volvería a su condición primitiva al adherirse a las montañas inventadas. Y cuan­do ya el gusanillo envolvía y dominaba el paisaje y los retoños del maíz y las otras ramas traídas de la montaña hacían posible la aparición de los animales y del hombre, el paisaje se poblaba de ovejas, de caballitos y de vacas, de leones y perros, de paticos y pájaros. Luego harían su entrada los personajes de barro y las muñecas extranjeras y los policías y los curas y las beatas que habían brotado de los tallos del anime y los trencitos eléctricos y las luces de colores que comenzaban a establecer nuevas catego­rías entre los pesebres de la ciudad.
Era en la noche del 24, después de las ocho, cuando las manos de Doña Regina colocaban en el pesebre de mi casa, a San José y a la Virgen, a la mula y al buey, pero la cuna de paja quedaba vacía esperando la hora que se repite de año en año a través de los siglos, en que nacía el Niño Jesús. Noche de vela y alegría, noche de villancicos, de luces de bengala, de buñuelos cubiertos con la purísima miel de nochebuena. Noche del vino dulce y del bizcochuelo y del repique llamando a misa de medianoche, en la iglesia vecina. Noche en que la hoguera del amor familiar se encendía en todo el pueblo, de Pirineos hasta el Río, desde Puente Real hasta La Concordia.
Desde la nochebuena hasta la llegada de los Reyes Magos, todas las noches se habría las puertas para recibir los grupos que iban a visitar los nacimientos. Entre todos sobresalía el pesebre de las Sabino. Las Sabino habían contraído con San Cristóbal el compromiso de mantener el mejor nacimiento de la ciudad, y para ellas, todo el año era víspera de nochebuena. Desde el mes de enero dedicaban parte de sus escasos re­cursos a comprar nuevas figuras, a retocar en casa el ángel de la paz, los muñequitos que habían sufrido desperfectos, a encargar el anime, el musgo, la grama, el gusanillo. Y a lo largo de los meses, en los ratos que les dejaban libres su tarea de maestra, su tema era la nochebuena, y largas discusiones se tejían entre las hermanas acerca del gran acontecimiento familiar que para ellas constituía el pesebre y la ciudad les pre­miaba con el interminable desfile de visitantes, aquella entrega perpetua a la adoración del Niño Jesús.
La devoción popular del pesebre reflejaba un clima social y un tiem­po de sencillas alegrías y modesto vivir que congrego, durante centu­rias, a las comunidades andinas. El pesebre era altar, pero también la oportunidad de hacer presentes las obras del arte popular y de convertir al pueblo en una sola gran morada con todas las puertas abiertas para reunir a los parroquianos que iban de casa en casa, bajo el mandato cristiano de paz y buena voluntad.

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