Los mercados decembrinos se ven invadidos por esta época por unas cuantas variedades de la flora campesina, de la cerámica regional y del arte doméstico. Es el aporte comercial y folclórico para una clientela señalada acudiendo en solicitud de las cosas inherente a los pesebres navideños.
El mejor sitio de la sala o del corredor colonial se escoge para el pesebre. Allí, una armazón de madera, unos troncos, ramas o chamizos al desgaire sirven para dar forma a ese alarde del ideal pascual. El coleto, el género o el papel grueso es almidonado y colocado sobre el armazón con el señuelo de caprichosamente imitar cerros, valles y hondonadas.
Antes de que el almidón dé rigidez a la figura deseada en las montañas, valles y hondonadas del pesebre, se tira sobre el la escarcha o talco para abrillantar las laderas y las virutas pintadas con anime para simular los senderos, o se coloca la lama y el musgo que han de dar el reflejo montañés.
También en el pesebre, al menos el hecho hace algunos años atrás, se coloca arenilla blanca debajo de los cascos de vidrio para dar colorido a las vertientes o ríos, y se sujetan los helechos, con guinchos y toda esa gama de fantasía del ingenio mágico del folclore.
En el año se han confeccionado y acumulado muchas cosas. Además, el platico colocado a los pies del Niño Jesús en cada pesebre, recoge las limosnas de los visitantes y las cuales son dedicadas exclusivamente a la adquisición de nuevas cosas para la fantasía navideña que anualmente adorna los hogares del país.
El pesebre casero enciende las luces de su emoción en la blancura de las ovejitas de anime, algodón y patas de fósforos; en las casitas de carón o de madera montadas sobre la orilla de los caminos, con la ilusión de una arquitectura copiada en las noches de vigilia; en las placitas de feria y simulación de toros y toreros; en las figuras pintureras de las moledoras de arepas, las piladoras de maíz y en el burrito cargado de leña o verduras.
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