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lunes, 25 de octubre de 2010

LA NAVIDAD EN MI CASA - LUIS FELIPE RAMON Y RIVERA

El tiempo más dulce fue siempre el de diciembre, el de la Navidad. Aque­lla ciudad solitaria, impregnada de fervor religioso, podía lanzar a la calle largas procesiones de santos diversos. No había tráfico ni urgen­cias que estorbaran esas actividades espirituales.
Recuerdo que por las calles empedradas de La Guacara desfilaban en esos tiempos navideños las procesiones populares de la «Parada del Niño». Iban adultos de ambos sexos y muchachos cantando y rezando en medio de la calle. Portaban grandes velas encendidas y faroles de distin­tos colores que daban belleza plástica a la procesión. Las mujeres todas, cubiertas sus cabezas con mantillas negras o con el pañolón, que era un grueso manto negro, de seda, adornado con grandes flecos; ésta era una pieza cara, importada, que sólo podían usar mujeres en cierta posición económica. Los hombres, sombrero en mano, muchos de ellos acompa­ñando el rezo del Rosario con gruesas camándulas en sus manos.
Antes de la Noche Buena era un placer levantarse a las cuatro o cuatro y treinta de la madrugada para acudir a Misa de Aguinaldos. No hacía falta poner a funcionar el despertador porque con el primer repique de campanas empezaba el tronar de «la pólvora», principalmente de «vola­dores» (cohetes) y morteros. Era un gozar, hacer chistes, vestimos y salir para la iglesia.
El canto de aguinaldos, la emoción de los encuentros amistosos de adul­tos y muchachos, tenía muchas veces también el encanto de que aque­llos que se gustaban con algo de ansias amorosas, disfrutaban la oportu­nidad de conversar e incluso de estar juntos durante la misa. Eran ino­centes amoríos infantiles. A veces el muchacho le susurraba al oído de la niña: ¿vamos a poner unos amores?... Y la sonrisa y el rubor rubrica­ban mágicamente una feliz respuesta.
En la casa el día 24 se hacían las hayacas, para lo que todos ayuda­ban. Unos, los mayores, cortaban de las matas de plátanos las gran­des hojas verdes. Los chicos arrancábamos de esas mismas plantas la corteza medio seca que las recubre. Con ese material bien humedeci­do, se sacaban las largas tiras «ganchos» que servían para atar las hayacas y los bollos.
Adentro en la casa, el trabajo se repartía así: Ya cocido y molido el maíz, unos se ocupaban de lavar y extender las hojas, otros, de exten­der la húmeda masa sobre las hojas, otros de envolver la hayaca, otros de atarla. La proporción de guiso que debía llevar cada unidad era cosa de mamá, la abuela, o de algún otro adulto porque de eso había que tener buen cuidado de que no fuera excesivo ni faltara nada: dos aceitunas, dos o tres alcaparras, tres o cuatro pasas de uva que se añadían por cada hayaca al guiso de carne de res y de cochino, guiso al que no podían faltar los garbanzos y algunos pedacitos de tocino. Ali­ños y sazón de sal, también era determinado por mamá o por la abuela. En la noche a partir de las diez más o menos, aquel aroma inigualado nos hacía la boca agua, pero no había más remedio que esperar hasta después de las doce, cuando regresábamos de misa, llenos de bienestar y alegría a festejar la Noche Buena en el seno del hogar, comiendo nuestras ricas hayacas junto con trozos del famoso Pan Dulce «Pan Aliñado Andino», o con cuartos de aromáticas «semas» y buenos posillos de café con leche.

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