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lunes, 25 de octubre de 2010

ITINERARIO DE AGUINALDOS EN SAN CRISTÓBAL



Este viento frío y seco que baja de lo alto de Las Cumbas, El Rodadero, Paramillo y El Páramo, anuncia a los sancritobalenses la vecindad de aguinaldos y Nochebuena. Es como si la estrella de Belén, por no poder mostrar su luz, enviara esas agradables ráfagas de airecillo cosquilleante para avisar la llegada del Mesías y de las alegres navidades tachirenses.
El 15 de diciembre, a las doce del día, repican regocijantes las sonoras campanas de nuestras iglesias: la Ermita, la Catedral, Coromoto, San José. Ellas anuncian con sus clásicos tres repiques que el 16, a la madrugada, se inician las misas de aguinaldos. En la Ermita (iglesia de San Juan Bautis­ta) se dedican a los choferes paramilleros, ermitaños, zorqueros, poblanos, Machireros, peseros, artesanos y comerciantes. Todos tratan de superarse en el entusiasmo y en el derroche. Que los choferes quemaron mucha pólvora, pues entonces los comerciantes añaden luces de bengala que an­tes las repartían el inolvidable y querido Ernesto Colmenares. Por su par­te, los paramilleros contrataban a Escipión Vargas para que disfrazara con aquellos trajes inverosímiles y los descomunales zancos que le permitían ver por encima de las entonces bajas paredes de las casas. Los poblanos, por no quedarse atrás, traían una comparsa de disfraces armados con lar­gos palos desde la misma aldea, pero era difícil que pudieran hacer el paseo completo por la parroquia porque los ermitaños los dejaban en el camino, sin careta, sin palo y sin ganas de volver. Además, los poblanos eran (¿o son?) muy "lecheros" en la repartición de recámaras y voladoras; traían los programas doblados y metidos en un pollera para que los mu­chachos no se los quitaran de las manos; apenas obsequiaban un solo pa­lito a los músicos, y se iban a almorzar a sus casas para no gastar nada en la villa. "Yuca chucha y caldo de huevo comen los de Pueblo Nuevo", era el versito que los ponía furiosos y violentos.
Los ermitaños tenían el privilegio de confeccionar el pesebre en la Plaza de la Ermita. Desde por la mañana del día 22 estaban las Márquez, Merchán, Sabino y demás familias piadosas, con el apuro del trabajo. Alejandro Colmenares, de grata memoria, sacudía el polvo a las imáge­nes de San José y la Virgen, y le cambiaba el vestido a la Magdalena para convertirla en inocente pastorcilla junto con San Juan Evangelista. A los ángeles se les ponían alas nuevas y doradas, y el pintor Antonio José Bautista era el encargado de pintar el telón que servía de fondo al nacimiento. El 23, a mediodía, los ermitaños entregaban el nacimiento a los peseros, a quienes correspondía y corresponde aún, la misa de Me­dianoche; pero desde las seis de la mañana de ese día han estado que­mando morteros y voladores, y a las nueve, la banda empieza a tocar dentro del mercado, hasta las once y media, que sale el paseo por el atrio de la iglesia a celebrar las vísperas. La fiesta sigue y, en la noche, la retreta está embellecida por los fuegos artificiales, el toro de candela, la burriquita, las bandas cantarraneras, sin faltas los barriles de licores que los peseros acostumbran obsequiar a los parroquianos para que se ale­gren y celebren con ellos la Navidad.
La Nochebuena abre las puertas de los pesebres o nacimientos y es la noche más propicia para visitar los de las casas amigas, pues hay haya­cas, chicha, dulce de lechosa y ricos buñuelos de yuca en miel de panela. Tampoco falta el brandy que calienta el gaznate, el vino que tonifica y las mistelas que alegran el espíritu.
De los viejos pesebres ya quedan muy pocos. Recordamos el pesebre de las Paces, por los lados del hoy Edificio Nacional, en donde las señori­tas del mismo nombre colocaban con amoroso empeño los "santos" y estatuillas fabricadas por ellas mismas y hacían brillar el "cerro" con talco molido en un tamiz; el de Vicentico Rodríguez, en el que lucía un trencito eléctrico, un molino eléctrico, una rosa de luces que cambiaba de colores y muchas cosas más hechas por el propio Vicentico en el taller de relojería de su papá; el de las Sabino; en el que aparecía un automóvil al lado de Adán y Eva, y un pequeñísimo puente que sostenía encima a un gigantón de bigotes y cobija; el pesebre de don Francisco Cárdenas colocado en el patio de la casa, bajo un rancho de paja e iluminado con atrayentes luces y brillantes adornos; el de Manuelita Arciniegas, lleno de musgo y gusanillo y perfumado con las ramas de indiodesnudo y las hojas de laurel; el de don Camelio Supelano, en el barrio de La Palmita, hermoso y tan grande que había que verlo en varias visitas; el de Rosario "La Churica", con cerros de cartón desarmables y altísimos, con muchas ramas y flores y con "muñecos" originales y simpáticos; el de don Pablo Oquendo, con multi­tud de figuras de anime y muñecos de cuerda; el de la viuda Ascensión, en Sabana Larga, y los de don Víctor Medina, en San Carlos, la señora de Rodríguez, en El Estanco, José M. Velandia, en la Guacara, don Jobito Escalante, en La Vichuta y tantos otros cuyo recuerdo forma parte de nuestra infancia llena de sorpresas y de pequeñas alegrías.
Las visitas a los pesebres duran desde la Nochebuena hasta el día de los Santos Reyes. En ese lapso, todas las noches se organizan grupos de muchachas lindas y llenas de entusiasmo para salir de gira por las casas que luzcan nacimientos. Una costumbre que no sabemos si se habrá ter­minado, era la de robase un juguete en un pesebre para ponerlo en el siguiente, y, de este, otro, para el de más allá, etc., etc., lo que constituía más que todo una diversión de la muchachada.
Algunas familias acostumbraban dejar el pesebre hasta el 2 de febre­ro, o sea, el día de la Candelaria. Entre éstas recordamos a la de don Jobito Escalante, en La Vichuta, más abajo de Los Kioskos. Allí se acos­tumbraba invitar a un gran número de gentes para verificar una larga procesión a las diez de la noche con el Niño Jesús. Una orquesta iba adelante, después de la pólvora, y el camino se iluminaba con velas y luces de bengala. Poco a poco iba subiendo la procesión hasta la carrete­ra para luego visitar el hogar de don Miguel Ángel Granados, en donde también estaba el pesebre sin desmontar. Allí, grupos de niños entona­ban preciosos villancicos y don Miguel se abría con sus obsequios líqui­dos y sólidos. Después, regresaba la procesión y empezaba en la casa de don Jobito la adoración del Niño, que consistía en arrodillarse ante su imagen y besarle los pies. Claro que nadie los besaba, sino que había el simulacro y luego depositaba una moneda en el platillo que colocaba en sitio bien visible doña Antonia, la esposa de don Jobito.
Todos los pueblos del Táchira han sabido conservar la tradición en lo que concierne a fiestas de calle y celebraciones navideñas. Es obvio que con el tiempo van cambiando algunos aspectos de esas fiestas y en ellas se han introducido innovaciones de otros países; por ejemplo, en las navida­des se usan ahora mucho de los simpáticos y candorosos arbolitos de navidad, adornados con lucecillas multicolores, las guirnaldas en las puertas con letreros en inglés y las veladas de colores para adornar la mesa de la cena. Pero estas cosas no han logrado ni lograrán -Dios nos oiga- reempla­zar a nuestros pesebres, a nuestras lamparitas de aceite de tártago hechas con cáscaras de naranjas, a nuestras bandas cantarraneras, a los bollos y hayacas, la chicha y el dulce de lechosa, los buñuelos y las mistelas y cócteles, los voladores y recámaras, los buscaniguas y el toro de candela, y, sobre todo, a ese ambiente tan acogedor y cordial, a esa espiritualidad que reina en todos los habitantes durante los días de Navidad y el regocijo que inunda los corazones por la llegada del Niño Dios al frente de cuyo portal luce una hermosa y ancha cinta de raso con aquella inolvidable inscripción en letras doradas: “Gloria in Excelsis Deo”…


Caracas, 1951.

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