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lunes, 13 de diciembre de 2010

Entrega del premio de Charcutería Aldiros

Zulay Medina del Sector Machiri ganadora del sorteo del pasado Miércoles 08 de Diciembre de 2010 en el Programa "Con Sabor a Navidad", recibe de manos del propietario de Charcutería Aldiros su cesta de productos alimenticios. Felicitaciones!!!

Les invitamos a continuar participando de lunes a viernes, de 7 a 9 de la noche por la Radio Cultural del Táchira 1190 am, 100.3 fm.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Mensaje de Navidad

¡QUE LAS LUCES DEL PESEBRE Y EL ARBOLITO CADA VEZ QUE SE REFLEJEN EN TUS OJOS, TE CAUSEN LA MISMA ALEGRÍA QUE SENTIAS DE NIÑO!
  ¡QUE EN DICIEMBRE LOS ABRAZOS Y LAS SONRISAS ALCANCEN TAMBIÉN PARA ESE NIÑO O ESE ANCIANO QUE SEGURAMENTE HOY O MAÑANA ENCONTRARÁS AL AZAR, A TU PASO!
  ¡QUE EN TUS ORACIONES Y EN TU CORAZÓN QUEPAMOS TODOS!
  ¡QUE EL SOL DE CADA MAÑANA ILUMINE TUS PASOS, TUS SUEÑOS Y TUS LOGROS!
  ¡QUE NUESTRA AMISTAD DURE TODA LA VIDA Y SEPAMOS CADA CUAL QUE EL OTRO SIGUE SIENDO, CADA DÍA, MUY IMPORTANTE!
  ¡QUE ABUNDEN A TU PASO: LA PAZ, LA ARMONÍA Y LA SALUD!
  ¡QUE AGRADEZCAS CADA DÍA LO QUE TE BRINDA EL UNIVERSO, QUE ES LA CASA DEL SEÑOR!... Y PERDONES NUESTROS OLVIDOS, ERRORES Y OMISIONES
  ¡QUE EN UNIÓN DE TODA LA FAMILIA TENGAS UNA HERMOSA NAVIDAD Y JESÚS SE ALEGRE DE ESTAR EN TU CASA... Y TÚ, DE TENERLO COMO INVITADO ESPECIAL!
 
  ¡FELIZ NAVIDAD Y UN AÑO 2011 MARAVILLOSO!
César  Peñaloza  Roa

lunes, 6 de diciembre de 2010

¡QUE LINDO ESTA EL PESEBRE!

«Niño Jesús, flor de luna, San Nicolás, viejo santo; como deslumbran tus ojos, como te pesan los años»
                    Israel Peña

Todavía, en diciembre de cada año, construimos «el pesebre» que ser­virá de entorno al nacimiento formado por el Niño Dios, San José y la Virgen. A sus pies colocamos la mula y el buey. Todavía en diciembre tenemos noticias de fabulosos pesebres que son premiados para esti­mular esta artística y sana costumbre. En mi niñez levanté muchos pesebres siguiendo lo acostumbrado en San Cristóbal para la época de Pascua de Navidad.
Mis hijos continuaron haciéndolo y ahora son los nietos los que se ocu­pan de construirlo bajo la mirada y ayuda del abuelo complacido. La construcción de «los pesebres» ha variado mucho. Claro, todo cambia, nada permanece igual, aunque el sentimiento religioso y la tradición estén presentes. Les contaré cómo lo hacíamos entonces. Previamente organizábamos un paseo, con avío, a las montañas cercanas, procurando seguir el curso de sus quebradas, pues en las peñas de las alturas se formaban capas de lama o musgo, las cuales desprendíamos con la ayu­da de cuchillos o palustres. Lo mismo en los troncos de los grandes árboles, a los cuales también trepábamos para arrancar bellos y colori­dos «guinchos» que nos servirían para adornar el pesebre. En el trayecto recogíamos ramas, de una planta llamada «estoraque», las cuales traían pequeñas florecitas de perfume perdurable que aromatizaba la casa durante días y hasta semanas. Así mismo hacíamos con la planta conocida como «gusanillo», muy decorativa para el marco del pesebre. Habíamos previamente sembrado en pequeñas latas granos de maíz que venían a ocupar un lugar de verdor en la planicie. Algunas cañas bravas, veradas con sus penachos, y una ponchera llena de almidón cocido. Un trapo blanco, que bien podía ser una vieja sábana o un mantel en desuso. Ar­mábamos el esqueleto -por así decirlo- con las cañas amarradas con alam­bre, o bien, usábamos un chamizo grande, el cual moldeábamos a nues­tro gusto. Metíamos la tela blanca dentro de la ponchera con almidón, la impregnábamos bien y la extendíamos sobre el armazón dándole la for­ma deseada, dejándole una curva para colocar el nacimiento; la rociába­mos con azulillo en polvo, con tierras de colores, y con talco molido para que de noche brillara hermosamente. Este era el cerro que sería colocado sobre un mesón, dejándole una planicie al frente. Se rodeaba con el estoraque, el gusanillo y las simientes de maíz. Una vez endureci­do al secarse, procedíamos a adornarlo con los guinchos, casitas de car­tón, ovejas de algodón, pastores de anime, simulacros de quebradas o saltos de agua, una estrella brillante en su pico más alto, animalitos de celuloide o yeso, hasta una imitación de la carretera Trasandina con sus antiguos camiones y coches hechos de cartulina o anime, pintados con anilinas de colores.
Al pie del cerro construíamos un pueblito con su plaza Bolívar, sus negocios y casas familiares. Había que admirar el almacén de telas con minúsculas piezas hechas de retazos cuidadosa­mente doblados, la dependiente al mostrador, el dueño o comerciante, huraño, por allá en un rincón; la botica, el vendedor de chicha y pasteles, las carretas cargadas de frutas, las mulas con piedras a sus lomos para la construcción de la mampostería que sostendría a las edificaciones; el toro candela y la burriquita. Casi todo fabricado con materiales de dese­cho, anime, anilinas, algodón, retazos, piedras pequeñas, plantas natura­les, etc. En fin, el pesebre estimulaba la imaginación y creatividad de todos los miembros de la familia, los unía alrededor de un fin común. La participación era voluntaria, se apreciaba mucho la de las mujeres por su delicadeza y paciencia al construir todas estas miniaturas, imita­ciones de la vida real. Entonces vestíamos el nacimiento y sus ángeles con finos trajes adornados de lentejuelas y canutillo. Lo triste era cuando pasado el 7 de Enero o el 2, día de la Candelaria, teníamos que desarmarlo y guardar cuidadosamente en cajas de cartón todo lo que podría­mos volver a usar el año siguiente. El pesebre que más me llamaba la atención era el de las Hermanas Sabina, allá en la Carrera de Comercio con la Calle Once de Campo Elías. Allá y a otros pesebres, íbamos los pastorcitos a cantarle al Niño Dios aguinaldos y parrandas, acompañán­donos con panderetas, con ristras de aplanadas tapas de refrescos y de algún tiple o guitarra:

«Qué lindo está el pesebre
bendigo al que lo hizo
por dentro está la gloria
por fuera el paraíso».


José Humberto Maldonado

UNA PUERTA AL TIEMPO DE PAZ

La Navidad es la luz que rompe la noche oscura de los siglos.
Juan María Canals

         Siguiendo la tónica de esta colec­ción, a lo largo del libro iremos enfrentando diversos planteamien­tos, opiniones e ideas en torno a una de las celebraciones más uni­versales, la Navidad.
Musulmanes, cristianos o hindúes concuer­dan con la trascendencia de este tiempo en el corazón de los seres humanos.
Y es que la Navidad es algo más que una simple reunión social, es un oasis en el tiem­po, un bache para la reflexión, una oportuni­dad para comenzar una transformación radi­cal de nuestro interior.
La Navidad se eleva sobre la historia como la oportunidad de enfrentar la oscuridad de los tiempos con un arma muy especial. Así como lo señaló en más de una oportunidad la beata polaca-judía Edith Stein debemos saber que mientras más oscurece en torno a noso­tros, más debemos abrir el corazón a la luz que nos viene desde lo alto.
Y, justamente, esa luz es la que nos trae la Navidad, alternativa para la transmutación y el cambio, luz que tiene su correlación con el amor, la entrega, la alegría, la fraternidad, la unión.
Luz que, aun siendo el rayo frío del invier­no, marca la esperanza de una primavera, de un reverdecer y fructificar.
Es un tiempo de calidez espiritual donde se cruzan tradiciones e historias.
Por ello, aquí encontraremos no sólo la na­rración central del evento, el nacimiento de Jesús, sino los antecedentes en Grecia con Perseo, y en América con Huitzilopochtli.
Revisaremos las leyendas de San Nicolás, la famosa canción Noche de Paz, el origen de las tarjetas de navidad y el misterio que se oculta tras la Estrella de Belén.
Se le dará la oportunidad a los no creyentes de expresar su opinión y juntos buscaremos la esencia de la Navidad, el Sol que nace en lo alto. 

UN CONCEPTO, UN ORIGEN

La historia de la humanidad es una sola desarrollada en diferentes es­cenarios, pero curiosamente uni­da a un tronco común que se pier­de en el origen de los tiempos.
Con relación a la Navidad, el trazo dejado a lo largo del camino se puede seguir con un poco de esfuerzo hasta llegar a celebraciones tan religiosas como las que más, así muchos autores las tipifiquen de paganas.
De esta forma, encontraremos anteceden­tes en diversas culturas antiguas, en las cua­les existieron hombres-dioses engendrados en vírgenes, y cuya misión era lograr una transformación tanto en el corazón de la gen­te como en el equilibrio social y en el sentido de su justicia.
Y no por casualidad, un elemento igual­mente religioso se funde dándole sentido a la esperanza virginal, a la esperanza nueva: la llegada del solsticio de invierno, anuncio de un reverdecer, un resurgir de la vida, luego de un cruento y blanco invierno.
Después de eso lo que queda es la acción humana, la adecuación de las instituciones, y la amalgama de ritos y tradiciones. 

UNA VISIÓN NO CREYENTE

Unas de las fiestas más importantes del cristianismo es la natividad de Cristo; la iglesia ortodoxa la incluye entre las Doce Fiestas. Se efectúa en conmemoración del nacimiento de Jesucris­to. La ciencia histórica ha establecido que es­ta festividad fue tomada por los cristianos de los cultos paganos antiguos. En las religiones antiguas se celebraban los nacimientos de los "grandes" dioses: del egipcio Osiris (6 de enero), del griego Dionisio (6 de enero), del hindoirano Mitra (25 de diciembre) y otros.
Las fechas de estas festividades no fueron es­tablecidas de manera casual. El 25 de diciem­bre, por ejemplo, es el día del solsticio de invierno, "viraje hacia la primavera". El naci­miento de los dioses se vinculaba a la renova­ción de la primavera, a su renacimiento. La iglesia cristiana, tomando en cuenta los hábi­tos establecidos para conmemorar el nacimiento de los dioses paganos, se preocupó por eliminar las festividades antiguas incor­porándolas a las nuevas celebraciones cristianas. Inicialmente, la natividad de Cristo co­menzó a celebrarse el 6 de enero como fiesta triple del bautismo, la natividad y la epifanía. Sólo en el siglo IV, la natividad de Cristo se fi­jó en el 25 de diciembre, mientras que el 6 de enero se utilizó para festejar el bautismo. En el canon religioso de la natividad entraron muchos ritos y costumbres paganos que se han conservado hasta nuestros días. Por ejem­plo, en la Rusia antigua, la natividad de Cristo se fundió con una fiesta eslava antigua: las Pascuas... La iglesia otorga una importancia especial a la fiesta de la natividad de Cristo. Los predicadores religiosos propagan la idea de que con el nacimiento de Cristo, enviado por dios al "sacrificio expiatorio" en la tierra, surge la posibilidad de la paz de clases, ya que alrededor de la fe cristiana se agrupan las personas, independientemente de su situa­ción social. Ante todos los que creen en Cristo se abre la posibilidad de alcanzar la beatitud paradisiaca. La idea de la paz de clases embo­ta la conciencia clasista de los trabajadores, permite la conciliación de los hombres con la injusticia social de la sociedad explotadora.

NAVIDAD

Navidad (del latín natale) significa el día del nacimiento, el día del ani­versario de un nacimiento, la fiesta del nacimiento de Jesucristo. De es­ta forma, la fiesta de Navidad celebra el he­cho histórico del nacimiento de Cristo, la venida al mundo del Verbo Divino hecho hombre.
En Roma, la primera referencia de la Navidad del Señor se remonta al año 336. La fecha del 25 de diciembre se relaciona con la Encarnación (acto en que Dios se hace hom­bre, uniendo la naturaleza divina a la humana: el misterio de la Encarnación) que desde el siglo III, según consideraciones astronómicas-­simbólicas llevaron a fijarla inicialmente en el 25 de marzo (equinoccio de primavera en el Calendario Juliano). Por otro lado, el 25 de di­ciembre (solsticio de invierno en el mismo Calendario Juliano) era en la Roma pagana, desde el tiempo del Emperador Aureliano, consagrado al Nacimiento del Sol Invencible.
Era una fiesta mí triaca (relativa al culto de Mi­tras, el espíritu de la luz divina) del renaci­miento del Sol.
Era bastante importante el símbolo del Sol, pues en los países de Europa y de todo el he­misferio Norte, el astro rey parecía adelgazar e ir disminuyendo su calor entre los meses de diciembre y marzo. De esa manera, los pue­blos paganos realizaban fiestas y cultos reli­giosos, marcando la conmemoración del sols­ticio de invierno el 25 de diciembre con la idea de que el Sol no muriese más, sino que renaciera en primavera, trayendo nuevamen­te su calor para el hombre y la tierra. Encendían hogueras, erigían altares en las casas, or­namentaban con flores las calles y todo lo ha­cían para agradar a los dioses de su mitología. Pedían un invierno grato y un sol revivido.
Esto, naturalmente, llevó a la Iglesia Roma­na a contraponerles la fiesta cristiana de la navidad de Jesús, el verdadero Sol de Justicia. Así, la fiesta Litúrgica de la Natividad de nuestro Señor Jesucristo ya era celebrada el mismo 25 de diciembre, también en Roma, por los cristianos, a partir del año 336, como dijimos. Esta fiesta llegó a extenderse por todo el Occidente, no tardando, con el correr de los tiempos, en ser adoptada por todas las iglesias cristianas orientales.
Con la conversión de cada vez más pueblos paganos al cristianismo, la Iglesia no encon­ando la forma de eliminar aquellas conme­moraciones, con sabiduría, transformó algu­nas de esas fiestas tradicionales paganas que estaban arraigadas en el sentimiento nativo.
Se asegura que fue el Emperador Constan­tino I, el Grande (274-337) hacia el final de su reinado, quien determinó que el nacimiento de Jesús debía ser celebrado el día 25 de di­ciembre en todo el imperio romano. Según la tradición, ese hecho ocurrió cuando Constant­ino construía una basílica sobre la tumba de San Pedro, en la propia colina del Vaticano, justamente en el sitio privilegiado para el cul­to solar.
La fijación oficial de esa fecha fue determi­nada por el santo Padre Julio I y el primer calendario de que se tenga noticia de que marcó la festividad como Nacimiento de Jesús fue el de Filocalos, en el año 354. 

LA ESENCIA DE LA FIESTA

El origen de la Navi­dad es mucho más antiguo que el de la Natividad del Señor. A medida que las tradiciones van enfren­tándose a los cambios de cada sociedad, se van modificando. A veces se enriquecen, en otras ocasiones empiezan a decaer hasta des­aparecer por completo.
Cuando esto último sucede, entonces rápi­damente otras costumbres surgen, aparecen nuevas manifestaciones, nuevos hábitos para sustituir los extintos.
Vale decir que el ser humano difícilmente puede vivir sin sus rituales.
Ciertamente, en muchos sitios se ha perdi­do la costumbre del uso del sombrero para el hombre, principalmente en las ciudades; pero a cambio, se ha impuesto el uso de gorras y cachuchas.
De cualquier manera, así sea que una tradi­ción se enriquezca o se suprima y sustituya por otra, siempre se mantiene su esencia.
Eso es lo que ha pasado con la Navidad.
Ya la mayoría de las personas no adoran al hermano Sol, ni esperan que con algún even­to mágico retorne luego del invierno.
Ya la ciencia se ha ocupado de explicarnos a dura realidad del movimiento de los astros, y casi todos los pueblos saben que después de un duro invierno viene una primavera para reverdecer nuestra existencia.
Pero la Navidad sigue con nosotros, por­que ella va más allá de ese Sol que brilla. Es un símbolo de la resurrección; de la capacidad de salir de las tinieblas y convertirse en ener­gía positiva; es nuestra alternativa de des­lastrarnos de las mañas y los vicios para adentrarnos en una franca transformación hacia lo mejor de nosotros mismos.
Hay enfoques, razonamientos, plantea­mientos; hay caminos transitados, y los que vienen a continuación son algunos de aque­llos que intentan explicarse el sentido pro­fundo que nos ofrece la Navidad.
La Navidad es una paradoja: es un tiempo de cosas nuevas y renaci­miento y, a la vez, un tiempo en que se venera la tradición. La Navidad es lo antiguo y lo nuevo entretejido en un paque­te envuelto para regalo, listo para que lo abramos y lo disfrutemos.
La Navidad es lo nuevo y lo primero ante, una celebración del nacimiento y rena­cimiento. Es un tiempo de preparación, de utilizar todo lo que hay dentro de nosotros para preparar el lugar donde nacerá el Espíritu del Cristo en nuestras propias mentes y corazones.
Hace casi dos mil años, el nacimiento de Cristo anunció el comienzo de una nueva era de comprensión espiritual, y trajo los regalos del amor y la luz a un mundo que llevaba tiempo en la oscuridad. Este nacimiento sig­nificó el surgimiento de algo único y original, algo que el mundo no había conocido antes.
Al nacer Cristo de nuevo entre nosotros, nos renovamos, y todo en la vida se renueva para nosotros. Los regalos únicos y originales del Cristo se manifiestan a través de nosotros en toda su magnificencia. El amor y la luz renacen dentro de nuestro propio ser trans­formando todo lo que somos en una gloriosa maravilla. Es para esta experiencia navideña de renacimiento y renovación para la que nos preparamos ardiente y fervorosamente. Nuestro ser espiritual está eternamente dispuesto para la vida nueva y el nuevo gozo del naci­miento del Cristo en nosotros.
No obstante, con todo y su audaz y brillan­te promesa de lo nuevo, la Navidad también despierta en nosotros el anhelo del hogar, de un regreso, aunque sólo sea en pensamiento, a un lugar y un tiempo que simbolicen para nosotros el amor, bienestar y sensación de pertenecer a algo. En la Navidad anhelamos sentir lo que el hogar representa. De la mis­ma manera, igual que nuestras almas esperan la renovación y el renacimiento, también an­helamos lo que nos es querido y familiar.
Todas las Navidades escuchamos y canta­mos de nuevo los mismos villancicos, y sus melodías avivan fibras profundas de conten­to dentro de nosotros. Tierna y amorosamen­te desempaquetamos y colocamos nuestras queridas decoraciones. Enviamos felicitacio­nes a amigos y familiares distantes, y no tan distantes, recordando a todos los que constituyen nuestra red de amor. Participamos en ceremonias, manteniendo así viva la tradi­ción de la Navidad, tan rica y significativa.
La Navidad nos trae la emoción de la ver­dad eterna desarrollándose. También nos trae la oportunidad de tender un puente al pasado y unir una vez más todo lo que amamos y estimamos.
¿Cómo ponemos en equilibrio los dos as­pectos de la Navidad? ¿Cómo nos asimos a todo lo que es bello y significativo y, a la vez, abrimos de par en par las puertas de la mente y el corazón a nuevas experiencias?
El renacimiento del Cristo dentro de nosot­ros nos llama a lo nuevo, a nueva vida, nuevo gozo y nueva luz, pero nuestro punto de par­tida es justo donde estamos. Todo lo que ha pasado es el origen de todo lo que somos aho­ra, y todo lo que anhelamos ser. Edificamos sobre la base de nuestro pasado: todos los su­cesos gozosos o retadores.
La Navidad es una época de continuidad, una época de lo antiguo y lo nuevo. Es una época para honrar las bellas memorias de Na­vidades pasadas y elaborar recuerdos nuevos.
¿Tenemos recuerdos de Navidades particularmente ricos y maravillosos? Demos gracias por ellos y por la oportunidad que la Navidad nos trae de revivirlos cada año. Veámoslos como lo que realmente son: bellos pasos en el crecimiento hacia la luz y la libertad. En esta época saboreemos estas alegrías y traigamos conscientemente su significado al presente.
¿Nos traen las Navidades dolorosos recuerdos? Que esta Navidad sea nuestra oportunidad de edificar de nuevo, de curar viejas heridas e incomprensiones. El renacimiento del Cristo dentro de nosotros es el renacimiento del amor, y el amor a Cristo nos depara para asirnos sólo a aquello que es levantador y positivo, y deja ir el resto.
Al entrar en lo nuevo y el renacimiento de la Navidad, tal vez encontremos que hasta nuestros recuerdos se renuevan. Los sucesos en sí pueden o no haber ocurrido de la manera que los recordamos, pero eso no es lo importante. Recordamos los sucesos de la manera que lo hacemos porque ellos llenan una necesidad emocional en nosotros. Al renacer Cristo en nuestras mentes y corazones, encontramos que podemos evocar sucesos alegres que antes permanecían en la oscuridad. Para nuestra sorpresa, tal vez encontremos que vienen a nuestra mente experiencias de afecto, ale­gría, cosas compartidas que estaban comple­tamente olvidadas, y que traen una sensación de paz y contento con ellas.
Cada Navidad puede ser una época de des­pertamiento para nosotros. Cada Navidad po­demos escoger conscientemente las activida­des y tradiciones de mayor significación para nosotros y revivirlas con fervor. La Navidad siempre llega viva, llena de novedad y alegría, cuando participamos activamente en ella, cuando contemplamos con ojos maravillados toda la belleza que nos rodea.
¿Anhelamos un cambio en esta Navidad? ¿Deseamos que esta Navidad sea completa­mente nueva y diferente? Eso es posible, por­que una Navidad brillante y esplendorosa comienza dentro de nosotros, dentro de nues­tras propias mentes y corazones. Podemos tener justo la Navidad que deseemos porque llevamos dentro de nosotros las semillas de gozo, felicidad y bienestar. El renacimiento del Cristo dentro de nosotros significa el renacimiento de un poder transformador.
¿Anhelamos la estabilidad de tiempos pa­sados? En esta Navidad podemos experimen­tar seguridad y estabilidad porque habitamos eternamente en el incambiable amor de Dios. La serena Navidad que anhelamos es una rea­lidad dentro de nuestras mentes y corazones, y podemos ponerla de manifiesto.
La Navidad puede ser para nosotros lo que deseemos que sea. Puede ser como exacta­mente como la hemos recordado siempre o puede ser algo completamente nuevo y dife­rente. La clave de la felicidad está en nuestras expectativas y en la realidad, así como en nuestra disposición para hacer lo que haya que hacer para unir ambas. Cuando veamos la Navidad como una realidad viviente que evo­luciona cambiando a medida que cambiamos, trayéndonos regalos diferentes cada año, tam­bién veremos que el factor determinante so­mos nosotros: como nos sentimos, como reac­cionamos, qué esperamos. Nosotros somos la realidad que vive, se desarrolla y cambia.
¿Cuál es el ingrediente que consideramos más importante para una feliz Navidad? Al definirlo, sepamos que ese ingrediente está dentro de nosotros. A través del Cristo rena­cido en nosotros, tenemos todo el gozo, toda la paz, toda la serenidad, todo el poder, y po­demos poner de manifiesto cualquier cosa que consideremos esencial en nuestra Navi­dad. Al renacer el Cristo en nosotros com­prendemos de nuevo que tenemos dentro de nosotros la provisión para toda necesidad.
La Navidad es una paradoja de lo antiguo y lo nuevo, tan antigua como la más querida historia de casi dos mil años, y tan nueva co­mo el momento presente. Vivamos esta Navi­dad parcialmente en el recuerdo y parcial­mente en lo nuevo y... ¡regocijémonos en la maravilla que se pone de manifiesto!

EN EL PRINCIPIO: EL VERBO…

En el principio. El Génesis 1,1 nos hablaba de los comienzos del tiem­po y del universo. Todo ha salido de Dios en el principio, pero para él no corre el tiempo: Dios era y es y será siempre en el principio. Y si queremos entender por qué creó el mundo, debemos saber que en este principio que para Dios no pasa, Dios era como la fuerza incontenible y eterna del Amor. Dios entonces manifestó su inmensa genero­sidad y engendró a su Hijo, de sí mismo en sí mismo.
Frente a Dios era el Verbo. Dios es Padre por cuanto engendra a su Hijo. En él proyecta y contempla sus propias riquezas (¿cómo uno podría conocer su propia cara si no tuviera un espejo en qué mirarse?). El Hijo (o Verbo) frente al Padre, el Hijo en nada inferior al Padre.
Juan nos habla del Verbo de Dios. Ese término puede traducirse: la Palabra, o el Pensamiento, o, mucho mejor: la Expresión de Dios; y éste es el Hijo.
El Hijo es el resplandor del Padre (Heb 1,1) y su imagen (Col 1,5). El Hijo no es una parte de Dios, pues no tiene nada propio, sino que todo lo que tiene el Padre es suyo (Jn 16,15). Por eso, también él es Dios, frente al Padre Dios.
Por él se hizo todo. Dios crea el universo por y para el Verbo, descubriendo en él las innu­merables criaturas, los mundos y los espíri­tus que junto a él serán hechos hijos de Dios (Ef 1,3-5).
Lo que por él se hizo era vida. Lo propio de la vida es crecer a partir de sus fuerzas ínti­mas, hasta llegar a la madurez. Este crecer nos parece cosa natural en un hijo, en cual­quier hijo, y, en realidad, es cosa propia del Hijo, no del Padre. En el Hijo hay dos aspec­tos: por una parte, es Dios como el Padre, y no sufre dolor ni disminución. Pero, por otra parte, el Verbo está en una actitud de ofreci­miento: todo lo depone, y se desprende de sí mismo para que el Padre, nuevamente, lo enaltezca y lo glorifique.
Por eso el Hijo de Dios vino a nuestro mun­do, no solamente para salvamos, sino también en su afán por desposeerse de su gloria y llegar a ser como nada, hasta que su Padre lo glorifique (Fil 2,5-11).
( ... )
Desde el principio de la creación, siglos antes de que Jesús naciera, el Verbo de Dios era la luz que guía a los hombres. El es la sa­biduría de Dios (Pro 8, 22-34 y Sab 7, 20-22) que ilumina a todo hombre, aun a aquellos que viven en pueblos muy alejados de la fe. Esta luz nunca faltó, ni siquiera entre los que no conocían a Dios; estaba en la conciencia de los hombres derechos de toda raza y tiempo.
Pero, en Jesús, la luz llegó a los hombres. Vino a los suyos, a su propia casa, es decir, al pueblo de Israel.
El Verbo se hizo carne (o sea: hombre)... a pesar de ser espíritu, se hizo criatura con cuerpo mortal. Juan dice: se hizo, y no "tomó la apariencia del hombre". Porque el Hijo de Dios se hizo hombre verdadero. 

RAZÓN DE LA NAVIDAD

"Dios está con nosotros", es la gran noticia de la Navidad. Si Dios ha querido hacerse hombre, la huma­nidad tiene futuro. Dios ha sido fiel a su promesa. En Jesús nos ha descubierto su secreto escondido. Su palabra ha roto el silen­cio y su Luz ha penetrado en las tinieblas. Pa­ra que nuestra alegría no sea engañosa nece­sitamos acercamos al misterio con un cora­zón humilde y creyente. Quien en el silencio escucha la Palabra y la acoge, quien, ilumina­do por la claridad de este día, reconoce en Jesús al Mesías prometido, nace de nuevo y su vida se convierte en Navidad. No basta cele­brar hoy la Navidad, la hemos de vivir. Esto requiere dejarse guiar por la Luz. Gustamos hoy el gozo de la paz y somos, a la vez, men­sajeros de esta misma paz

Y SUCEDIÓ UN DÍA…

La narración de los eventos siempre es importante. Pero, como es normal, cada quien cuenta los he­chos de acuerdo a su óptica perso­nal, sus creencias, prejuicios e in­tereses.
En los documentos bíblicos aceptados por la Iglesia, podemos encontrar en el Evangelio según San Mateo, la narración más tradicional sobre el nacimiento de Jesús.
Paralelamente existe otra, que ha sido ex­purgada de los textos aceptados y que forma parte de los llamados Evangelios apócrifos o de origen desconocido. Allí se cuentan los primeros milagros, hechos sobrenaturales que tienen que ver con el encuentro con la luz y la esperanza.
También son interesantes las noticias paralelas a ese evento, como puede ser el origen de los famosos reyes magos que vinieron a ser representantes de primera fila de la huma­nidad, así como del sentido oculto que tenían aquellos presentes que esos sabios le entregaron al Niño bajo la guía de la famosa estre­lla de Belén.
Las historias normalmente tienen una moraleja o enseñanza que va más allá, y que conserva el conocimiento de los siglos, un co­nocimiento que nos puede ayudar a redescu­brir realidades profundas que se anidan en nuestro interior.
De esta aventura del género humano se abrieron los haces y se armaron las historias que nos ofrecen una esperanza y una luz al final del túnel.

TRES REYES Y UNA HISTORIA

El nacimiento de Jesús fue acompa­ñado de circunstancias extraordinarias, según dice Mateo, que pri­mero habla de una peregrinación al lugar de su nacimiento:
Mateo 2.1.
Nacido, pues, Jesús en Belén de Judá en los días del rey Herodes, llegaron del Oriente a Jerusalén unos magos.
"Magos" es traducción del griego "magoi", y ha penetrado a nuestra lengua a través del latín "magi". Esta palabra de deriva de "magu", nombre dado a todos los sacerdotes persas en la religión zoroástrica.
Durante toda la historia de la antigüedad, se consideraba a los sacerdotes como los de­positarios de conocimientos importantes. No sólo sabían las técnicas para propiciar a los dioses, sino que también estudiaban, sobre todo en Babilonia, los cuerpos celestes y sus influencias en el curso de los asuntos huma­nos. Por consiguiente, los sacerdotes eran as­trólogos avezados (quienes a lo largo de sus estudios también recogían considerables co­nocimientos de astronomía).
(…)
La historia de los magos es breve. Fueron a ver al niño Jesús, le dejaron regalos y se mar­charon; pero su efecto en la leyenda es gran­de. En la imaginación popular, los magos se convirtieron en tres reyes e incluso tenían nombre: Melchor, Gaspar y Baltasar.
Según la leyenda medieval, Elena (madre de Constantino I, el primer emperador cristia­no) llevó sus cuerpos a Constantinopla. Des­de allí fueron trasladados a Milán, en Italia, y en fecha posterior a Colonia, Alemania. Se su­pone que están enterrados en la Catedral de Colonia, de modo que a veces se les menciona como los “Tres Reyes de Colonia”.

PRIMER MILAGRO DE NAVIDAD

Y ocurrió algún tiempo más tarde, que un edicto de César Augusto obligó a cada uno a empadronarse en su patria. Y este primer censo fue hecho por Cirino, gobernador de Siria. José, pues, se vio obligado a partir con María para Bethlehem, porque él era de ese país, y María era de la tribu de Judá, de la casa y patria de David. Y, según José y María iban por el ca­mino que conduce a Bethlehem, dijo María a José: Veo ante mí dos pueblos, uno que llora, y otro que se regocija. Más José le respondió: Estáte sentada y sosténte sobre tu montura y no digas palabras inútiles. Entonces, un hermoso niño, vestido con un traje magnífico, apareció ante ellos y dijo a José: ¿Por qué has llamado inútiles las palabras que María ha dicho de esos dos pueblos? Ella ha visto al pueblo judío llorar, por haberse alejado de Dios, y al pueblo de los gentiles alegrarse, por haberse aproximado al Señor, según la pro­mesa hecha a nuestros padres, puesto que ha llegado el tiempo en que todas las naciones deben ser benditas en la posteridad de Abraham.
Dichas estas palabras, el ángel hizo parar la bestia, por cuanto se acercaba el instante del alumbramiento, Y dijo a María que se apease, y que entrase en una gruta subterrá­nea en la que no había luz alguna, porque la claridad del día no penetraba nunca allí. Pero, al entrar María, toda la gruta se iluminó y res­plandeció, como si el sol la hubiera invadido, y fuese la hora sexta del día, y, mientras Ma­ría estuvo en la caverna, ésta permaneció ilu­minada, día y noche, por aquel resplandor di­vino. Y ella trajo al mundo un hijo que los án­geles rodearon desde que nació, diciendo:
Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.
Y José había ido a buscar comadronas. Más, cuando estuvo de vuelta en la gruta, Ma­ría había parido ya a su hijo. Y José le dijo: Te he traído dos comadronas, Zelomi y Salomé, mas no osan entrar en la gruta a causa de esta luz demasiado viva. Y María, oyéndole, son­río. Pero José le dijo: No sonrías, antes sé pru­dente, por si tienes necesidad de algún remedio. Entonces hizo entrar a una de ellas. Y Zelomi, habiendo entrado, dijo a María: Per­míteme que te toque. Y, habiéndolo permiti­do María, la comadrona dio un gran grito y dijo: Señor, Señor, ten piedad de mí. He aquí lo que nunca he oído, ni supuesto, pues sus pechos están llenos de leche, y ha parido un niño, y continúa virgen. El nacimiento no ha sido maculado por ninguna efusión de san­gre, y el parto se ha producido sin dolor. Vir­gen ha concebido, virgen ha parido, y virgen permanece.
Oyendo estas palabras, la otra comadrona, llamada Salomé, dijo: Yo no puedo creer eso que oigo, a no asegurarme por mí misma. Y Sa­lomé, entrando, dijo a María: Permitidme to­carte, y asegurarme de que lo que ha dicho Ze­lomi es verdad. Y, como María le diese permi­so, Salomé adelantó la mano. Y al tocarla, sú­bitamente su mano se secó, y de dolor se puso a llorar amargamente, y a desesperarse, y a gritar: Señor, tú sabes que siempre te he te­mido, que he atendido a los pobres sin pedir nada a cambio, que nada he admitido de la viuda o del huérfano, y que nunca he despa­chado a un menesteroso con las manos va­cías. Y he aquí que hoy me veo desgraciada por mi incredulidad, y por dudar de vuestra virgen.
Y, hablando ella así, un joven de gran be­lleza apareció a su lado, y le dijo: Aproxímate al niño, adóralo, tócalo con tu mano, y él te cu­rará, porque es el Salvador del Mundo y de cuantos esperan en él. Y tan pronto como ella se acercó al niño, y lo adoró, y tocó los lienzos en que estaba envuelto su mano fue curada. Y, saliendo fuera, se puso a proclamar a grandes voces los prodigios que había visto y experi­mentado, y cómo había sido curada, y mu­chos creyeron en sus palabras. 

LAS OFRENDAS

         Los presentes que los Reyes Magos llevaron al portal de Belén para adorar al recién nacido están cargados de simbolismo:
·        El oro es el metal de los dioses solares y de los reyes por excelencia. Los egipcios veían en él la carne de Ra, el dios Sol. También es el símbolo de riqueza y poder.
·        El incienso es símbolo de trascendencia, de búsqueda, del camino interno de lo mate­rial hacia lo espiritual. A través de él se obtienen estados elevados de conciencia que fa­vorecen, junto a la oración, el contacto con la divinidad.
·        La mirra es símbolo de la vida eterna, de la resurrección; un atributo divino más allá de la vida y de la muerte. Además es una sustan­cia aromática y, mezclada con otras, constitu­ye un eficaz elemento conservador.

SÍMBOLOS DE UNA FIESTA DE AMOR

Permanentemente creamos elemen­tos cuyo sentido va más allá de ellos mismos. Estos son símbolos que representan poderosas fuer­zas que no podemos envasar ni etiquetar.
Y la Navidad es, posiblemente, una de las fiestas que mayor trascendencia tiene para los corazones de millones de personas a lo largo y ancho de todo el globo terrestre.
Desde el más remoto pasado, se erige un pino adornado con luces y frutos, poderosos elementos que alejan las tinieblas del hambre y del frío, y nos acercan a la calidez de la seguridad de un tiempo de esperanza.
También, hace dos mil años, se ha sumado otro símbolo que tiene luz propia y cuyo sentido es el de un faro en las tinieblas, una mano que viene para guiarnos hacia puerto seguro: la Estrella de Belén, lazarillo que condujo a pastores y reyes, por igual, hacia el establo donde descansaba la alternativa para el cambio radical: el amor.
El mismo amor que refleja otro de esos símbolos enraizados en la historia del mundo occidental: San Nicolás o Papá Noel. Un hom­bre bueno que desarrolló en torno a sus acciones una tradición donde el dar, el compartir, se fijó como lema de una vida y ejem­plo para las generaciones por venir.
Finalmente hay otro símbolo. Esta vez so­noro, melodioso, sentido, profundo. Se trata de la canción Noche de Paz, verdadero him­no navideño que nos habla de amor, calma y quietud, necesidades de todos los corazones y todas las comunidades que reconocen que sin ellas resulta imposible avanzar, progresar y desarrollarse.

SAN NICOLÁS

Aparece puntualmente cada invier­no. Es una figura patriarcal, tierna y protectora, que reparte regalos a los niños de toda condición. Hoy le  "llaman Santa Claus, Father Christ­mas, Sinterklass, Papa Noel, Babbo Natale... Ayer se denominaba San Nicolás. Y antes, mu­cho antes, aparecía con el nombre de Señor Invierno por los caminos nevados de los pue­blos centroeuropeos. Pero más atrás aún en el tiempo, se celebraba la advocación de Satur­no entre los romanos y Cronos entre los griegos.
...el único Santa Claus de carne y hueso del que tenemos noticia vivió en el siglo IV de la era cristiana en los valles de Lycia en el Asia Menor.
Se llamaba Nicolás y fue una de las figuras más veneradas por los cristianos de Oriente y Occidente durante toda la Edad Media. Toda­vía hoy acuden multitudes de fieles a cobijarse a la sombra de sus reliquias depositadas en la basílica de Bari, junto a las cálidas orillas adriáticas de la Italia meridional.
Para averiguar por qué Nicolás de Bari en­carnó en un momento determinado la figura del anciano protector que regala cosas a los niños, habría que asomarse primero a su bio­grafía.
Los únicos datos históricos que tenemos de ella son su episcopado en Myra (la actual Finique de Turquía) y el testimonio de sus restos en Bari. Parece que nació en una familia acomodada de comerciantes y que, de mu­chacho, estaba indeciso entre seguir las hue­llas paternas por las rutas mercantiles del Adriático, o cumplir los deseos de su madre que lo quería sacerdote como su tío, a la sa­zón obispo de Myra.
La peste solucionó el dilema de Nicolás: sus padres murieron en ella y el muchacho, conmovido por el desastre, repartió su herencia entre la muchedumbre asustada y malherida que había sobrevivido a la catástrofe. Luego se puso en camino hacia Myra a la búsqueda de su tío-obispo. Y aquí se inicia la leyenda: mientras tanto el tío-obispo muere y los sacerdotes de Myra no consiguen ponerse de acuerdo en su sucesor. Cansados de tanta votación inútil deciden elegir el primer cris­tiano que pusiera los pies en la iglesia. Y así el joven Nicolás se convirtió en obispo de Myra.
... Muchas cosas debieron ocurrir en aque­llos años para convertirlo, con el tiempo, en santo patrón de países como Grecia y Rusia, regiones como Lorena, ciudades como Fri­burgo y Moscú; para que por toda Europa se alzaran centenares de templos bajo su advo­cación; para que marineros, comerciantes, vírgenes y toda la chiquillería europea lo acogieran como benefactor. Y para que hacia 1807 mercaderes y navegantes italianos se atrevieran a desafiar a los musulmanes se­cuestrando sus restos y llevándolos a Bari para custodiarlos al amparo de una bandera cristiana.
No hay documentos que testifiquen las ra­zones de todo esto pero sí una sólida tradi­ción popular. El primer relato sobre el santo data del siglo IV y apareció en un texto griego. Narra la historia de tres alegres colegiales en día de asueto que beben imprudentemente más de la cuenta en una taberna. El patrón los asesina para robarles y mete los cuerpos en una cuba de vino. Enterado Nicolás, corre a la taberna y los devuelve a la vida tras una bue­na reprimenda. ¿Viene de aquí su aureola de benefactor de los niños?
Por aquellos años, otro Nicolás, el abad de Sión, escribió una biografía del santo en la que narra los milagros que dieron pie a su de­voción entre vírgenes y marineros. Un padre hundido en la miseria, con tres hijas casade­ras, decide una noche solucionar los proble­mas familiares prostituyendo a las mucha­chas. Esa misma noche San Nicolás deja des­lizar por la chimenea de la casa tres barras de oro como dote para cada una de las mucha­chas.
Otra leyenda (una nave a la deriva, una tri­pulación enloquecida de espanto ante la ga­lerna, una oración a San Nicolás, y una calma chicha como final feliz del asunto) parece es­tar en la raíz de la devoción que el santo de Bari ha inspirado a generaciones y generacio­nes de marineros.
Los sociólogos explican todo esto de otra manera. Hasta el momento de la consolida­ción del cristianismo en Europa, cada activi­dad, cada gremio, cada función de la vida cotidiana, estaba consagrada a los dioses. Los griegos tenían su propia mitología, los roma­nos adoptaron la suya, las divinidades del im­perio sustituyeron luego a los dioses de los pueblos bárbaros europeos. No era de extra­ñar que los cristianos sintieran la necesidad de asumir esas ancestral es celebraciones en­cuazándolas hacia sus propios santos.
Los marineros griegos, por ejemplo, creían que Poseidón era el rey de los mares del mun­do... Los romanos llamaron Neptuno a Po­seidón y siguieron invocándolo. Los prime­ros marineros cristianos también sentían la necesidad de una ayuda que los protegiera de las tempestades. Nicolás fue para ellos esa ayuda.
Algo parecido debió ocurrir con los niños y sus ansias de ilusión y regalos. En la Roma Antigua y en todo el Lacio, se celebraban ca­da invierno las fiestas religiosas en honor a Saturno, el Cronos de los griegos. A mediados de diciembre, las saturnales festejaban el solsticio de invierno y en su origen estuvie­ron vinculadas a las ceremonias de recolec­ción...
Al final de las fiestas y en nombre del an­ciano dios de las cosechas, todo el mundo re­cibía regalos. Los niños eran el alma de aquel jolgorio y los regalos que recibían habían sido cuidadosamente preparados en sordina des­de muchas calendas antes de que llegaran los primeros fríos.
¿Cómo no reconocer estas antiquísimas costumbres en los relatos de la Edad Media? Y en el caso concreto de los portadores de regalos, ¿como no evocar el anciano rostro del Saturno antiguo en esa figura patriarcal que llevaba obsequios a los niños en los cru­dos días de los inviernos medievales?
Santa Claus no tenía por entonces un nom­bre muy definido, ni siquiera un sexo preciso. Los niños italianos, por ejemplo, recibían sus regalos de una especie de bruja achacosa y bonachona llamada Befana. En los bosques de las montañas vascas, el día de Nochebuena ardía un tronco de leña especial en las chime­neas de los caseríos en recuerdo del Olentzero. Este era un gigante, un carbonero del bosque que se colaba en Navidad por las chimeneas y con su cara tiznada de hollín celebraba las fiestas con chicos y grandes "Orra, orra, Olent­zero, pipa artzedubenic", cantaban todos a coro (Ahí está nuestro Olentzero, con su pipa, sentado, y con capones y huevos para meren­dar mañana con una botella de vino).
Brujas, carboneros, duende, campesinos de barba blanca, botas altas y gorro de armi­ño, todos estos señores del invierno que po­blaban las más recónditas aldeas europeas no hacían otra cosa que cumplir, sin saberlo, las mismas tareas que los antiguos atribuían a Saturno: regalar cosas a los niños, aportando un instante de calor en los momentos más crudos del invierno.
No es extraño que el recuerdo de los mila­gros de San Nicolás entre los fieles cristianos sustituyera a las figuras paganas portadoras de regalos. Y así, en muchos sitios, el gorro de armiño se reemplazó por la mitra episcopal, el abrigo rojo típico del atuendo medieval centroeuropeo, se convirtió en una capa y el bastón de pastor de renos pasó a ser un báculo.
Pero los duendes paganos del invierno me­dieval se resistían a desaparecer a pesar de la cada vez más extendida afirmación de San Nicolás. Hasta el pasado siglo todavía había se­ñores del invierno pagano recorriendo incan­sablemente los caminos nevados cargados con sus sacos de regalos... Iban a pie o a ca­ballo, en trineos tirados por ciervos y los niños, según las regiones, dejaban junto a la chimenea unas briznas de heno, unas zana­horias, un montón de paja ... En otras regiones se llegó a una solución mixta y los diosecillos paganos actuaban como pajes de San Nicolás y entonces, un cortejo de figuras se desliza­ban puntualmente por los senderos navi­deños... 

LA ESTRELLA DE BELÉN

Elemento importante en el relato evangélico de la Adoración es la es­trella que supuestamente condujo a los Reyes Magos desde Oriente, pri­mero a Jerusalén y luego hasta el mismo por­tal de Belén.
Durante siglos se creyó que esa estrella no era otra que el cometa Halley, cuya aparición suele coincidir con destacados acontecimien­tos históricos. Parece demostrado que no pu­do ser ese astro, que había sido avistado entre once y doce años antes de la fecha que esta­blece aproximadamente el nacimiento de Je­sús y no volvería a aparecer en el firmamento hasta el año 66 de nuestra era, cuando el historiador judío Josefo lo describe "extendi­do sobre Jerusalén como una espada". Es probable que el evangelista tuviese esa mis­ma visión precisamente cuando componía su relato, al que la incorporó como una licencia poética al símbolo teológico.
A esa creencia tradicional habría contri­buido también el pintor florentino Giotto, quien tuvo oportunidad de observar el co­menta Halley en el año 1301, cuando éste ofrecía un aspecto particularmente brillante. El artista al confeccionar su propia versión de la Adoración de los Magos, en 1303, basándo­se en la narración evangélica, optó por repre­sentar la estrella de Oriente como el refulgen­te cometa...
Otra hipótesis es la de los que creen que la estrella de Belén fue fruto de una conjunción astronómica entre Júpiter, Saturno y la Tie­rra, que tuvo lugar en el año siete antes de Cristo.
Para otros, se trató de Venus, el "lucero del alba", que es el astro más luminoso del fir­mamento, o de la explosión de una supernova, cuya potencia lumínica puede llegar a ser mayor que la de Venus.
Tampoco podía faltar la hipótesis OVNI, cuyo mayor punto de apoyo es el apócrifo Protoevangelio de Santiago, en el que se explica el extraño comportamiento de la su­puesta estrella: "volvió de nuevo a guiarles hasta que llegaron a la cueva y se posó sobre la boca de ésta". 

HISTORIA DEL ÁRBOL DE NAVIDAD

Mucho antes de la era cristiana, era costumbre, al norte de Europa, es­pantar los malos espíritus que esta­ban alojados en los árboles para que aún en invierno las ramas permanecieran verdes. Las ramas de las coníferas eran el símbolo de la esperanza de que regresarían la primavera y el verano, estaciones en que el Sol daría nuevas fuerzas al hombre y a la na­turaleza.
Cuando San Vilfrido (634-710), un monje anglosajón, comenzó a pregonar el cristianis­mo por Europa Central, encontró creencias paganas muy arraigadas entre esos pueblos. Para acabar con ellas, resolvió cortar un vie­jo árbol que estaba frente a su iglesita.
Según la leyenda, en ese momento irrum­pió una fuerte tempestad y un rayo cortó el tronco en cuatro pedazos. Pero, un pinito, nuevo y aún verde, que estaba aliado del ár­bol, milagrosamente no sufrió daño alguno.
Para San Vilfrido ese acontecimiento re­presentó un mensaje del cielo, por el cual la Divina Providencia daba su respaldo a la ni­ñez y a la inocencia.
En aquella misma noche, en su sermón mencionó el hecho, diciendo que el pinito, protegido por Dios, representaba el árbol de la paz y la inocencia.
Por conservarse siempre verde, aun en los más crudos inviernos, el pino se convirtió en un símbolo de la inmortalidad.
Y en el sermón de Navidad, ese mismo año, San Vilfrido asoció al pinito verde a la imagen inmortal del Niño Jesús. Así, el árbol pasó a representar a Jesús, Vida y Luz del mundo.
Se sabe que San Bonifacio, el apóstol de los alemanes, tumbó un árbol que los germanos consideraban sagrado, lo cual vino a simbo­lizar para ese pueblo que un cristiano bien podía enfrentar a sus dioses. Pero no existen pruebas, como muchos han afirmado, de que San Bonifacio hubiese declarado que el pino alemán era un símbolo cristiano.
Mientras tanto, la costumbre de arreglar un pino alemán con velas, durante las fiestas navideñas, significa una mezcla de creencias germanas con tradiciones cristianas.
El árbol de navidad que conocemos hoy con velas, bolas, nueces, dulces, arreglos plateados o coloridos, signos y estrellas, en­tró de moda, en Alemania, durante el siglo XIX.
Hay quien afirma que fue Martín Lutero quien iluminó el primer árbol de Navidad en 1525.
(…)                         
Hoy por hoy es uno de los símbolos más ex­presivos de la                               Navidad, con sus bolitas co­loridas y sus luces multicolores, como frutos producidos por él. Son los frutos de nuestras buenas acciones y sus variados tamaños indi­can la medida de nuestra generosidad y ca­ridad.
Colocados en los lugares más destacados de nuestras iglesias, capillas, hogares y ofici­nas, representan la alegría y la fe que renace cada año en el corazón de los hombres, guia­dos por Jesús, esperanza, vida y salvación.


NOCHE DE PAZ

En medio de las canciones com­puestas y cantadas a través de los siglos entre los pueblos cristianos, destaca Noche de Paz, que mere­ce ser conocida más profundamen­te en su emocionante historia. Ella es, sin duda, la más popular y difundida canción de Navidad.
El 24 de diciembre de 1818, sentado a su escritorio, el padre Joseph Franz Mohr (1792­-1848), vicario cooperador de la pequeña pa­rroquia de San Nicolás en la aldea de Obern­dorf, en la provincia austriaca de Salzburgo, leía la Biblia.
El joven vicario estaba preparando su ser­món para la misa de media noche. Concentra­ba toda su atención en los textos bíblicos, re­pasando las páginas que contenían la palabra de Dios, justo en el Nuevo Testamento leía la historia de los pastores a los cuales un ángel les decía: "No se asusten porque les traigo una buena nueva que será una gran alegría para todo el pueblo. En la ciudad de David nació hoy un Salvador que es el Cristo Señor. Esta es la señal: encontrarán un niño envuelto en pa­ñales y colocado en un pesebre."
Justamente, en ese momento, alguien gol­peó la puerta. Interrumpido en su lectura, el padre Mohr se levantó y fue a abrir. Se encon­tró con una joven campesina envuelta en un humilde y tosco chal.
La muchacha lo saludó: "Alabado sea nues­tro Señor Jesucristo", y luego le solicitó que la acompañara para bendecir el nacimiento de un niño, hijo de un leñador.
El padre Mohr, cumpliendo con su misión sacerdotal, se puso el abrigo, los guantes y los zapatos de nieve y acompañó a la mujer al bosque de pinos cubiertos de blanco, mien­tras su pensamiento seguía en su sermón pa­ra la media noche. Finalmente llegaron a una choza, baja, mal iluminada y ahumada. Un hombre zote lo recibió con un gesto brusco; una señora cargaba en sus brazos al recién na­cido. El sacerdote, extendiendo los brazos, los estrechó a los dos. Al regresar solo, se sintió bastante conmo­vido al recordar aquella escena por la seme­janza con el nacimiento de Jesús. Su pensa­miento regresaba al texto bíblico, pareciendo tener la imagen del milagro divino al frente. Aquellos momentos quedaron profundamen­te grabados en su corazón, y nada consiguió alejarlos. Parecía que fuera un testimonio vi­vo y presente del nacimiento de Jesús.
Luego de celebrar la misa de gallo regresó a casa, pero no logró conciliar el sueño. La es­cena vivida horas antes tenía cada vez más fuerza en su interior. Se sentó frente a su es­critorio tratando de rehacer lo que sentía y las palabras fueron tomando cuerpo, suavemen­te, en forma de versos.
Al amanecer, el padre Joseph Mohr vio que había escrito un poema, Noche de Paz, que comenzaba con las siguientes palabras: No­che de Paz, noche de amor...
Y ahora nos preguntamos ¿cómo nació la música de este famoso tema navideño?
Pues bien, Franz Xavier Gruber (1787 -1863) también austriaco y católico romano, músico, organista y maestro de música en Oberndorf, la misma aldea del padre Mohr, fue el autor de tan maravillosa melodía.
Durante muchos años la canción quedó circunscrita a la familia Gruber cantada por Franz, María (su esposa) y los hijos. Lenta­mente fue siendo divulgada hasta llegar a la corte de Prusia.
Y gracias al inspector del coro de la Abadía de San Pedro, donde hoy está la ciudad de Salzburgo, Ambrosius Prennsteiner, el com­positor fue reconocido.
Por intermedio del hijo de Gruber, Félix, de sólo nueve años, Prennsteiner se enteró por casualidad que Gruber era el autor de la melodía.
Junto con Félix, fue invitado a la casa de los Gruber a comer, y el hombre fue directamente al tema explicándole al compositor que un maestro de concierto prusiano, Ludwig Erk, venía directamente de Berlín a la Abadía de San Pedro para localizar al compositor de la hermosísima canción navideña Noche de Paz.
- ¡Ah! -respondió Gruber- yo la escribí hace treinta y cinco años, cuando era profesor en esta aldea... La letra no es mía sino del falle­cido padre Joseph Mohr, que Dios lo tenga en su gloria...
Y, entonces, el propio Gruber, con sus se­senta y seis años, entusiasmado y al son de la guitarra, le cantó Noche de Paz al fascinado Prennsteiner.
Rápidamente la canción se expandió por toda Europa y actualmente Noche de Paz está adaptada a más de ochenta idiomas, y es, sin dudas, el mejor regalo de Austria para el mundo cristiano.
Tal y como hemos conversado, las fiestas en torno a la Navidad se han ido transformando con el paso de los años.
Y aunque debajo de cada activi­dad navideña permanezca intacto el espíritu del amor y de la transformación, por encima, el barniz y la decoración pueden parecernos diferentes.
Estamos hablando de las tradiciones. Tra­diciones y costumbres que se adecuan a la época, llenando el ambiente con un senti­miento festivo que no tiene comparación.
Quizás una de las tradiciones más im­pactantes sea la de los belenistas, verdaderos arquitectos-historiadores encargados de re­memorar el nacimiento de Jesús con el desa­rrollo de pesebres y nacimientos. Su origen está en manos de San Francisco de Asís, y la creatividad de cada belenista se desborda, año tras año, en una tradición cada vez más fuerte.
Igualmente, hay otras tradiciones como los estrenos, las comidas, la música, los rega­los y las felicitaciones, concretadas estas últi­mas en las famosas tarjetas de navidad.
Hay historias que han sido dadas a cono­cer a través de los medios de comunicación como el cuento del Espíritu de la Navidad y el viejo Scrooge, que no es otra cosa que una narración sobre la importancia de aprender a sentir amor, dejando a un lado los sentimien­tos egoístas.
En nuestras tierras también se ha hecho li­teratura en torno al tiempo de Navidad, y por eso transcribimos una narración del venezolano José Rafael Pocaterra, quien nació en la ciudad de Valencia en 1888 y murió en Mon­treal en 1955. Uno de sus grandes valores estriba en la introducción de la novela urbana, sin dejar a un lado las pinceladas costumbris­tas. De su pluma surgió un personaje navide­ño que retrató la pobreza, la inocencia y el amor de un pueblo. Fue Panchito Mandefuá.
Hagamos un recorrido por esas tradicio­nes que nos consolidan como pueblos y nos unen en el más sano espíritu navideño. 

EL PESEBRE A DOS MIL AÑOS DE LUZ

"Un niño nos ha nacido, un niño se nos ha dado, que vendrá con mucho poder. De él se dirá: Este es el con­sejero admirable, el héroe divino, el padre que no muere, el príncipe de la paz."
En las horas más sombrías para el pueblo de lsrael-a 700 y tantos años de la era cris­tiana-, lanza Isaías esa profecía. El reino de David está en conflicto con sus vecinos poderosos, y el niño -Enmanuel- debe nacer en Belén en tiempo de paz: "Como gobernante, le pondré la Paz, y en vez de opresión, la Justi­cia", recalca el profeta de la antigüedad.
Por el mismo tiempo, allá en la llanura vol­cánica de Lacio, se funda el imperio que pondrá en paz toda la tierra por el derecho y la justicia.
En la hora apoteósica de la Roma Imperial, César Augusto, dueño del mundo sube al Capitolio para preguntar a los dioses quien empuñaría el cetro después de su muerte: “Por disposición divina –le responde la pitonisa- descenderá del cielo de los beatos un niño que pondrá su trono en este templo. Será inmaculado y enemigo de nuestros altares”.
Para perpetuar el Oráculo, aquel Empera­dor y Pontífice máximo hizo construir un al­tar en lo alto de la Colina Capitolina, Con esta inscripción: "Haec ara Filii Dei est" -Este altar es del Hijo de Dios.
Y fue el propio César Augusto el providen­cial instrumento que pondrá en la historia la profecía y el mismo oráculo de la pitonisa. A los cuarenta y dos años de su reino -733 de la fundación de Roma-, viéndose dueño del mundo, ordenó un censo para conocer a todos sus súbditos, próximos y lejanos. Promulgado se­gún la tradición en Tarragona, no se realizó en seguida por razones de Estado. Augusto quería hacer el empadronamiento en tiempos de paz, y cerrar, como símbolo, el templo de Jano.
Dominados los cántabros, germanos y ga­los, hizo efectivo al orbe el decreto desde Ro­ma, a los 749 años de su fundación. Las Puer­tas del templo se cerraron, El mundo estaba listo para el gran acontecimiento que va a dividir la historia en dos mitades.
La profecía se hace historia. El oráculo, realidad. El Verbo se hace carne y se injerta en el tronco viejo de la humanidad.
A dos mil años de luz, los ángeles siguen cantando: "Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, gracia a los hombre y paz".
A dos mil años de sombra, los hijos de las tiniebla siguen haciendo guerras, en la guerra y en la paz.
Un surco tan grande en la historia, no po­día escapar a los espíritus sensibles que tra­ducen la verdad en belleza y la belleza en vida y bondad. Con la primera sangre cristiana, surgen los pintores ingenuos de las catacum­bas. La fe perseguida se manifiesta en símbo­los místicos: panes, peces, pelícanos, flores... adornan, afrescados, sepulcros de los cuer­pos desgarrados.
Pero los símbolos no bastan y se buscan las figuras. Y en pleno siglo segundo se pinta la Navidad y la Epifanía. La Virgen, el Niño y la Estrella, hacen su entrada en las catatumbas de Prisila. Luego en los templos, claustros y conventos. En el siglo VII, en Santa María la Mayor, un pequeño oratorio recuerda a los fieles de Roma la cueva del Señor.
La Nochebuena se vuelve eterno día, y los protagonistas del Pesebre encuentran posada en el relieves de alabastro, en tabillas de marfil, en litúrgicos vitrales, en pórticos y retablos, en códices y pergaminos, en las cortes, en el pueblo, en el teatro medieval... La historia nos habla de los "Autos del Nacimiento", del "Oficio de la Estrella", del "Canto de la Sibilia", que todavía hoy anuncian en Mallorca la llegada del Mesías. La vida de Cristo, de místicos autores, inspira a poetas, artistas y escritores, y se extiende por Europa durante el siglo XII. La Natividad del Señor se traduce con el arte en formas y color.
Francisco de Asís convertirá el Misterio en vida y dará al Pesebre un gran sentido humano: "Quisiera hacer una especie de representación viviente del nacimiento de Jesús en Belén", dice a su amigo Juan Vellita, próxima la Navidad de 1223.
Bajo la bóveda celeste, Francisco prepara el pesebre, y sobre el pesebre un altar. Las campanas de Greccio llaman a Nochebuena, pastores y campesinos, con antorchas y re­baños, plenan alegres aquella tierna escena de la Navidad.
Con este episodio, Francisco de Asís popu­lariza el Pesebre. Pero sólo a mediados del siglo XV, se designará con tal palabra latina -"praesepe"- la escena del nacimiento de Jesús en Palestina.
Y si por pesebre entendemos, no a la mera representación, sino el conjunto decorativo que se arma por Navidad y luego se desmon­ta, hay que esperar hasta 1562 para encon­trar en la Iglesia de los jesuitas, en Praga, el Primer Belén que registra la historia. Cinco años después, aparece el primero de carácter familiar, de la duquesa Constanza d'Aragona.
En alas del arte y de la fe, pronto se extien­de y populariza la costumbre por Europa. De su raigambre popular nos hablan las calles y hosterías del Tirol dedicas al Belén, la "Via dei Figurari" en Nápoles, las de "Bambinai" en Palermo...
Y llega la edad de oro del Pesebre, en el siglo XVIII, bajo el impulso de un monarca -Carlos III-, mecenas y pesebrista, quien re­girá por años los destinos de Nápoles y luego los de España. En 1739 construye la fábrica de porcelana Capodimonte y propaga por la com­pañía las figuras y pesebres que modela con su esposa María Amalia.
El ejemplo del munífico señor cala en la aristocracia y en el pueblo, admirados del trabajo de sus manos, y se forma la rica escuela del "Presepio Napolitano". Arte, colo­rido, tipismo, religiosidad, se funden con la cerámica y la "terracota", en un versión napo­litana del Evangelio, que dibuja lo humano y divino de la Navidad.
Con alguna influencia de aquella escuela y del monarca, florece el arte pesebrístico por Austria, Alemania, Portugal y España, si bien antes, en el siglo XVII, Lope de Vega monta su Belén con figuras de cera.
Pero tuvo que llegar el barroco para que el pesebre español alcanzará su madurez sólo superada por el catalán Amadeu-, no sin antes haber conquistado el corazón de la América hispana y morena, donde se desarrolla una pluriforme escuela: Quito, Lima, México, Bogotá, Mérida, Trujillo... Cada pueblo traduce el Nacimiento de Jesús a su arte y manera.
A dos mil años de luz, la humanidad espera... Espera el eterno mensaje de amor y de paz que el dios de la técnica no ha podido dar. Violencia, injusticia, drogas, crueldad... opri­men al hombre. No hay tregua en el mal.
A dos mil años de luz, el eterno pesebre de la Navidad recuerda el camino de humildes pastores y el eco repite: "Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, gracia a los hombres y paz".