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lunes, 6 de diciembre de 2010

EL PESEBRE A DOS MIL AÑOS DE LUZ

"Un niño nos ha nacido, un niño se nos ha dado, que vendrá con mucho poder. De él se dirá: Este es el con­sejero admirable, el héroe divino, el padre que no muere, el príncipe de la paz."
En las horas más sombrías para el pueblo de lsrael-a 700 y tantos años de la era cris­tiana-, lanza Isaías esa profecía. El reino de David está en conflicto con sus vecinos poderosos, y el niño -Enmanuel- debe nacer en Belén en tiempo de paz: "Como gobernante, le pondré la Paz, y en vez de opresión, la Justi­cia", recalca el profeta de la antigüedad.
Por el mismo tiempo, allá en la llanura vol­cánica de Lacio, se funda el imperio que pondrá en paz toda la tierra por el derecho y la justicia.
En la hora apoteósica de la Roma Imperial, César Augusto, dueño del mundo sube al Capitolio para preguntar a los dioses quien empuñaría el cetro después de su muerte: “Por disposición divina –le responde la pitonisa- descenderá del cielo de los beatos un niño que pondrá su trono en este templo. Será inmaculado y enemigo de nuestros altares”.
Para perpetuar el Oráculo, aquel Empera­dor y Pontífice máximo hizo construir un al­tar en lo alto de la Colina Capitolina, Con esta inscripción: "Haec ara Filii Dei est" -Este altar es del Hijo de Dios.
Y fue el propio César Augusto el providen­cial instrumento que pondrá en la historia la profecía y el mismo oráculo de la pitonisa. A los cuarenta y dos años de su reino -733 de la fundación de Roma-, viéndose dueño del mundo, ordenó un censo para conocer a todos sus súbditos, próximos y lejanos. Promulgado se­gún la tradición en Tarragona, no se realizó en seguida por razones de Estado. Augusto quería hacer el empadronamiento en tiempos de paz, y cerrar, como símbolo, el templo de Jano.
Dominados los cántabros, germanos y ga­los, hizo efectivo al orbe el decreto desde Ro­ma, a los 749 años de su fundación. Las Puer­tas del templo se cerraron, El mundo estaba listo para el gran acontecimiento que va a dividir la historia en dos mitades.
La profecía se hace historia. El oráculo, realidad. El Verbo se hace carne y se injerta en el tronco viejo de la humanidad.
A dos mil años de luz, los ángeles siguen cantando: "Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, gracia a los hombre y paz".
A dos mil años de sombra, los hijos de las tiniebla siguen haciendo guerras, en la guerra y en la paz.
Un surco tan grande en la historia, no po­día escapar a los espíritus sensibles que tra­ducen la verdad en belleza y la belleza en vida y bondad. Con la primera sangre cristiana, surgen los pintores ingenuos de las catacum­bas. La fe perseguida se manifiesta en símbo­los místicos: panes, peces, pelícanos, flores... adornan, afrescados, sepulcros de los cuer­pos desgarrados.
Pero los símbolos no bastan y se buscan las figuras. Y en pleno siglo segundo se pinta la Navidad y la Epifanía. La Virgen, el Niño y la Estrella, hacen su entrada en las catatumbas de Prisila. Luego en los templos, claustros y conventos. En el siglo VII, en Santa María la Mayor, un pequeño oratorio recuerda a los fieles de Roma la cueva del Señor.
La Nochebuena se vuelve eterno día, y los protagonistas del Pesebre encuentran posada en el relieves de alabastro, en tabillas de marfil, en litúrgicos vitrales, en pórticos y retablos, en códices y pergaminos, en las cortes, en el pueblo, en el teatro medieval... La historia nos habla de los "Autos del Nacimiento", del "Oficio de la Estrella", del "Canto de la Sibilia", que todavía hoy anuncian en Mallorca la llegada del Mesías. La vida de Cristo, de místicos autores, inspira a poetas, artistas y escritores, y se extiende por Europa durante el siglo XII. La Natividad del Señor se traduce con el arte en formas y color.
Francisco de Asís convertirá el Misterio en vida y dará al Pesebre un gran sentido humano: "Quisiera hacer una especie de representación viviente del nacimiento de Jesús en Belén", dice a su amigo Juan Vellita, próxima la Navidad de 1223.
Bajo la bóveda celeste, Francisco prepara el pesebre, y sobre el pesebre un altar. Las campanas de Greccio llaman a Nochebuena, pastores y campesinos, con antorchas y re­baños, plenan alegres aquella tierna escena de la Navidad.
Con este episodio, Francisco de Asís popu­lariza el Pesebre. Pero sólo a mediados del siglo XV, se designará con tal palabra latina -"praesepe"- la escena del nacimiento de Jesús en Palestina.
Y si por pesebre entendemos, no a la mera representación, sino el conjunto decorativo que se arma por Navidad y luego se desmon­ta, hay que esperar hasta 1562 para encon­trar en la Iglesia de los jesuitas, en Praga, el Primer Belén que registra la historia. Cinco años después, aparece el primero de carácter familiar, de la duquesa Constanza d'Aragona.
En alas del arte y de la fe, pronto se extien­de y populariza la costumbre por Europa. De su raigambre popular nos hablan las calles y hosterías del Tirol dedicas al Belén, la "Via dei Figurari" en Nápoles, las de "Bambinai" en Palermo...
Y llega la edad de oro del Pesebre, en el siglo XVIII, bajo el impulso de un monarca -Carlos III-, mecenas y pesebrista, quien re­girá por años los destinos de Nápoles y luego los de España. En 1739 construye la fábrica de porcelana Capodimonte y propaga por la com­pañía las figuras y pesebres que modela con su esposa María Amalia.
El ejemplo del munífico señor cala en la aristocracia y en el pueblo, admirados del trabajo de sus manos, y se forma la rica escuela del "Presepio Napolitano". Arte, colo­rido, tipismo, religiosidad, se funden con la cerámica y la "terracota", en un versión napo­litana del Evangelio, que dibuja lo humano y divino de la Navidad.
Con alguna influencia de aquella escuela y del monarca, florece el arte pesebrístico por Austria, Alemania, Portugal y España, si bien antes, en el siglo XVII, Lope de Vega monta su Belén con figuras de cera.
Pero tuvo que llegar el barroco para que el pesebre español alcanzará su madurez sólo superada por el catalán Amadeu-, no sin antes haber conquistado el corazón de la América hispana y morena, donde se desarrolla una pluriforme escuela: Quito, Lima, México, Bogotá, Mérida, Trujillo... Cada pueblo traduce el Nacimiento de Jesús a su arte y manera.
A dos mil años de luz, la humanidad espera... Espera el eterno mensaje de amor y de paz que el dios de la técnica no ha podido dar. Violencia, injusticia, drogas, crueldad... opri­men al hombre. No hay tregua en el mal.
A dos mil años de luz, el eterno pesebre de la Navidad recuerda el camino de humildes pastores y el eco repite: "Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, gracia a los hombres y paz".

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