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lunes, 6 de diciembre de 2010

¡QUE LINDO ESTA EL PESEBRE!

«Niño Jesús, flor de luna, San Nicolás, viejo santo; como deslumbran tus ojos, como te pesan los años»
                    Israel Peña

Todavía, en diciembre de cada año, construimos «el pesebre» que ser­virá de entorno al nacimiento formado por el Niño Dios, San José y la Virgen. A sus pies colocamos la mula y el buey. Todavía en diciembre tenemos noticias de fabulosos pesebres que son premiados para esti­mular esta artística y sana costumbre. En mi niñez levanté muchos pesebres siguiendo lo acostumbrado en San Cristóbal para la época de Pascua de Navidad.
Mis hijos continuaron haciéndolo y ahora son los nietos los que se ocu­pan de construirlo bajo la mirada y ayuda del abuelo complacido. La construcción de «los pesebres» ha variado mucho. Claro, todo cambia, nada permanece igual, aunque el sentimiento religioso y la tradición estén presentes. Les contaré cómo lo hacíamos entonces. Previamente organizábamos un paseo, con avío, a las montañas cercanas, procurando seguir el curso de sus quebradas, pues en las peñas de las alturas se formaban capas de lama o musgo, las cuales desprendíamos con la ayu­da de cuchillos o palustres. Lo mismo en los troncos de los grandes árboles, a los cuales también trepábamos para arrancar bellos y colori­dos «guinchos» que nos servirían para adornar el pesebre. En el trayecto recogíamos ramas, de una planta llamada «estoraque», las cuales traían pequeñas florecitas de perfume perdurable que aromatizaba la casa durante días y hasta semanas. Así mismo hacíamos con la planta conocida como «gusanillo», muy decorativa para el marco del pesebre. Habíamos previamente sembrado en pequeñas latas granos de maíz que venían a ocupar un lugar de verdor en la planicie. Algunas cañas bravas, veradas con sus penachos, y una ponchera llena de almidón cocido. Un trapo blanco, que bien podía ser una vieja sábana o un mantel en desuso. Ar­mábamos el esqueleto -por así decirlo- con las cañas amarradas con alam­bre, o bien, usábamos un chamizo grande, el cual moldeábamos a nues­tro gusto. Metíamos la tela blanca dentro de la ponchera con almidón, la impregnábamos bien y la extendíamos sobre el armazón dándole la for­ma deseada, dejándole una curva para colocar el nacimiento; la rociába­mos con azulillo en polvo, con tierras de colores, y con talco molido para que de noche brillara hermosamente. Este era el cerro que sería colocado sobre un mesón, dejándole una planicie al frente. Se rodeaba con el estoraque, el gusanillo y las simientes de maíz. Una vez endureci­do al secarse, procedíamos a adornarlo con los guinchos, casitas de car­tón, ovejas de algodón, pastores de anime, simulacros de quebradas o saltos de agua, una estrella brillante en su pico más alto, animalitos de celuloide o yeso, hasta una imitación de la carretera Trasandina con sus antiguos camiones y coches hechos de cartulina o anime, pintados con anilinas de colores.
Al pie del cerro construíamos un pueblito con su plaza Bolívar, sus negocios y casas familiares. Había que admirar el almacén de telas con minúsculas piezas hechas de retazos cuidadosa­mente doblados, la dependiente al mostrador, el dueño o comerciante, huraño, por allá en un rincón; la botica, el vendedor de chicha y pasteles, las carretas cargadas de frutas, las mulas con piedras a sus lomos para la construcción de la mampostería que sostendría a las edificaciones; el toro candela y la burriquita. Casi todo fabricado con materiales de dese­cho, anime, anilinas, algodón, retazos, piedras pequeñas, plantas natura­les, etc. En fin, el pesebre estimulaba la imaginación y creatividad de todos los miembros de la familia, los unía alrededor de un fin común. La participación era voluntaria, se apreciaba mucho la de las mujeres por su delicadeza y paciencia al construir todas estas miniaturas, imita­ciones de la vida real. Entonces vestíamos el nacimiento y sus ángeles con finos trajes adornados de lentejuelas y canutillo. Lo triste era cuando pasado el 7 de Enero o el 2, día de la Candelaria, teníamos que desarmarlo y guardar cuidadosamente en cajas de cartón todo lo que podría­mos volver a usar el año siguiente. El pesebre que más me llamaba la atención era el de las Hermanas Sabina, allá en la Carrera de Comercio con la Calle Once de Campo Elías. Allá y a otros pesebres, íbamos los pastorcitos a cantarle al Niño Dios aguinaldos y parrandas, acompañán­donos con panderetas, con ristras de aplanadas tapas de refrescos y de algún tiple o guitarra:

«Qué lindo está el pesebre
bendigo al que lo hizo
por dentro está la gloria
por fuera el paraíso».


José Humberto Maldonado

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