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lunes, 6 de diciembre de 2010

PRIMER MILAGRO DE NAVIDAD

Y ocurrió algún tiempo más tarde, que un edicto de César Augusto obligó a cada uno a empadronarse en su patria. Y este primer censo fue hecho por Cirino, gobernador de Siria. José, pues, se vio obligado a partir con María para Bethlehem, porque él era de ese país, y María era de la tribu de Judá, de la casa y patria de David. Y, según José y María iban por el ca­mino que conduce a Bethlehem, dijo María a José: Veo ante mí dos pueblos, uno que llora, y otro que se regocija. Más José le respondió: Estáte sentada y sosténte sobre tu montura y no digas palabras inútiles. Entonces, un hermoso niño, vestido con un traje magnífico, apareció ante ellos y dijo a José: ¿Por qué has llamado inútiles las palabras que María ha dicho de esos dos pueblos? Ella ha visto al pueblo judío llorar, por haberse alejado de Dios, y al pueblo de los gentiles alegrarse, por haberse aproximado al Señor, según la pro­mesa hecha a nuestros padres, puesto que ha llegado el tiempo en que todas las naciones deben ser benditas en la posteridad de Abraham.
Dichas estas palabras, el ángel hizo parar la bestia, por cuanto se acercaba el instante del alumbramiento, Y dijo a María que se apease, y que entrase en una gruta subterrá­nea en la que no había luz alguna, porque la claridad del día no penetraba nunca allí. Pero, al entrar María, toda la gruta se iluminó y res­plandeció, como si el sol la hubiera invadido, y fuese la hora sexta del día, y, mientras Ma­ría estuvo en la caverna, ésta permaneció ilu­minada, día y noche, por aquel resplandor di­vino. Y ella trajo al mundo un hijo que los án­geles rodearon desde que nació, diciendo:
Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.
Y José había ido a buscar comadronas. Más, cuando estuvo de vuelta en la gruta, Ma­ría había parido ya a su hijo. Y José le dijo: Te he traído dos comadronas, Zelomi y Salomé, mas no osan entrar en la gruta a causa de esta luz demasiado viva. Y María, oyéndole, son­río. Pero José le dijo: No sonrías, antes sé pru­dente, por si tienes necesidad de algún remedio. Entonces hizo entrar a una de ellas. Y Zelomi, habiendo entrado, dijo a María: Per­míteme que te toque. Y, habiéndolo permiti­do María, la comadrona dio un gran grito y dijo: Señor, Señor, ten piedad de mí. He aquí lo que nunca he oído, ni supuesto, pues sus pechos están llenos de leche, y ha parido un niño, y continúa virgen. El nacimiento no ha sido maculado por ninguna efusión de san­gre, y el parto se ha producido sin dolor. Vir­gen ha concebido, virgen ha parido, y virgen permanece.
Oyendo estas palabras, la otra comadrona, llamada Salomé, dijo: Yo no puedo creer eso que oigo, a no asegurarme por mí misma. Y Sa­lomé, entrando, dijo a María: Permitidme to­carte, y asegurarme de que lo que ha dicho Ze­lomi es verdad. Y, como María le diese permi­so, Salomé adelantó la mano. Y al tocarla, sú­bitamente su mano se secó, y de dolor se puso a llorar amargamente, y a desesperarse, y a gritar: Señor, tú sabes que siempre te he te­mido, que he atendido a los pobres sin pedir nada a cambio, que nada he admitido de la viuda o del huérfano, y que nunca he despa­chado a un menesteroso con las manos va­cías. Y he aquí que hoy me veo desgraciada por mi incredulidad, y por dudar de vuestra virgen.
Y, hablando ella así, un joven de gran be­lleza apareció a su lado, y le dijo: Aproxímate al niño, adóralo, tócalo con tu mano, y él te cu­rará, porque es el Salvador del Mundo y de cuantos esperan en él. Y tan pronto como ella se acercó al niño, y lo adoró, y tocó los lienzos en que estaba envuelto su mano fue curada. Y, saliendo fuera, se puso a proclamar a grandes voces los prodigios que había visto y experi­mentado, y cómo había sido curada, y mu­chos creyeron en sus palabras. 

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