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lunes, 6 de diciembre de 2010

EN EL PRINCIPIO: EL VERBO…

En el principio. El Génesis 1,1 nos hablaba de los comienzos del tiem­po y del universo. Todo ha salido de Dios en el principio, pero para él no corre el tiempo: Dios era y es y será siempre en el principio. Y si queremos entender por qué creó el mundo, debemos saber que en este principio que para Dios no pasa, Dios era como la fuerza incontenible y eterna del Amor. Dios entonces manifestó su inmensa genero­sidad y engendró a su Hijo, de sí mismo en sí mismo.
Frente a Dios era el Verbo. Dios es Padre por cuanto engendra a su Hijo. En él proyecta y contempla sus propias riquezas (¿cómo uno podría conocer su propia cara si no tuviera un espejo en qué mirarse?). El Hijo (o Verbo) frente al Padre, el Hijo en nada inferior al Padre.
Juan nos habla del Verbo de Dios. Ese término puede traducirse: la Palabra, o el Pensamiento, o, mucho mejor: la Expresión de Dios; y éste es el Hijo.
El Hijo es el resplandor del Padre (Heb 1,1) y su imagen (Col 1,5). El Hijo no es una parte de Dios, pues no tiene nada propio, sino que todo lo que tiene el Padre es suyo (Jn 16,15). Por eso, también él es Dios, frente al Padre Dios.
Por él se hizo todo. Dios crea el universo por y para el Verbo, descubriendo en él las innu­merables criaturas, los mundos y los espíri­tus que junto a él serán hechos hijos de Dios (Ef 1,3-5).
Lo que por él se hizo era vida. Lo propio de la vida es crecer a partir de sus fuerzas ínti­mas, hasta llegar a la madurez. Este crecer nos parece cosa natural en un hijo, en cual­quier hijo, y, en realidad, es cosa propia del Hijo, no del Padre. En el Hijo hay dos aspec­tos: por una parte, es Dios como el Padre, y no sufre dolor ni disminución. Pero, por otra parte, el Verbo está en una actitud de ofreci­miento: todo lo depone, y se desprende de sí mismo para que el Padre, nuevamente, lo enaltezca y lo glorifique.
Por eso el Hijo de Dios vino a nuestro mun­do, no solamente para salvamos, sino también en su afán por desposeerse de su gloria y llegar a ser como nada, hasta que su Padre lo glorifique (Fil 2,5-11).
( ... )
Desde el principio de la creación, siglos antes de que Jesús naciera, el Verbo de Dios era la luz que guía a los hombres. El es la sa­biduría de Dios (Pro 8, 22-34 y Sab 7, 20-22) que ilumina a todo hombre, aun a aquellos que viven en pueblos muy alejados de la fe. Esta luz nunca faltó, ni siquiera entre los que no conocían a Dios; estaba en la conciencia de los hombres derechos de toda raza y tiempo.
Pero, en Jesús, la luz llegó a los hombres. Vino a los suyos, a su propia casa, es decir, al pueblo de Israel.
El Verbo se hizo carne (o sea: hombre)... a pesar de ser espíritu, se hizo criatura con cuerpo mortal. Juan dice: se hizo, y no "tomó la apariencia del hombre". Porque el Hijo de Dios se hizo hombre verdadero. 

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