Permanentemente creamos elementos cuyo sentido va más allá de ellos mismos. Estos son símbolos que representan poderosas fuerzas que no podemos envasar ni etiquetar.
Y la Navidad es, posiblemente, una de las fiestas que mayor trascendencia tiene para los corazones de millones de personas a lo largo y ancho de todo el globo terrestre.
Desde el más remoto pasado, se erige un pino adornado con luces y frutos, poderosos elementos que alejan las tinieblas del hambre y del frío, y nos acercan a la calidez de la seguridad de un tiempo de esperanza.
También, hace dos mil años, se ha sumado otro símbolo que tiene luz propia y cuyo sentido es el de un faro en las tinieblas, una mano que viene para guiarnos hacia puerto seguro: la Estrella de Belén, lazarillo que condujo a pastores y reyes, por igual, hacia el establo donde descansaba la alternativa para el cambio radical: el amor.
El mismo amor que refleja otro de esos símbolos enraizados en la historia del mundo occidental: San Nicolás o Papá Noel. Un hombre bueno que desarrolló en torno a sus acciones una tradición donde el dar, el compartir, se fijó como lema de una vida y ejemplo para las generaciones por venir.
Finalmente hay otro símbolo. Esta vez sonoro, melodioso, sentido, profundo. Se trata de la canción Noche de Paz, verdadero himno navideño que nos habla de amor, calma y quietud, necesidades de todos los corazones y todas las comunidades que reconocen que sin ellas resulta imposible avanzar, progresar y desarrollarse.
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