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lunes, 6 de diciembre de 2010

SAN NICOLÁS

Aparece puntualmente cada invier­no. Es una figura patriarcal, tierna y protectora, que reparte regalos a los niños de toda condición. Hoy le  "llaman Santa Claus, Father Christ­mas, Sinterklass, Papa Noel, Babbo Natale... Ayer se denominaba San Nicolás. Y antes, mu­cho antes, aparecía con el nombre de Señor Invierno por los caminos nevados de los pue­blos centroeuropeos. Pero más atrás aún en el tiempo, se celebraba la advocación de Satur­no entre los romanos y Cronos entre los griegos.
...el único Santa Claus de carne y hueso del que tenemos noticia vivió en el siglo IV de la era cristiana en los valles de Lycia en el Asia Menor.
Se llamaba Nicolás y fue una de las figuras más veneradas por los cristianos de Oriente y Occidente durante toda la Edad Media. Toda­vía hoy acuden multitudes de fieles a cobijarse a la sombra de sus reliquias depositadas en la basílica de Bari, junto a las cálidas orillas adriáticas de la Italia meridional.
Para averiguar por qué Nicolás de Bari en­carnó en un momento determinado la figura del anciano protector que regala cosas a los niños, habría que asomarse primero a su bio­grafía.
Los únicos datos históricos que tenemos de ella son su episcopado en Myra (la actual Finique de Turquía) y el testimonio de sus restos en Bari. Parece que nació en una familia acomodada de comerciantes y que, de mu­chacho, estaba indeciso entre seguir las hue­llas paternas por las rutas mercantiles del Adriático, o cumplir los deseos de su madre que lo quería sacerdote como su tío, a la sa­zón obispo de Myra.
La peste solucionó el dilema de Nicolás: sus padres murieron en ella y el muchacho, conmovido por el desastre, repartió su herencia entre la muchedumbre asustada y malherida que había sobrevivido a la catástrofe. Luego se puso en camino hacia Myra a la búsqueda de su tío-obispo. Y aquí se inicia la leyenda: mientras tanto el tío-obispo muere y los sacerdotes de Myra no consiguen ponerse de acuerdo en su sucesor. Cansados de tanta votación inútil deciden elegir el primer cris­tiano que pusiera los pies en la iglesia. Y así el joven Nicolás se convirtió en obispo de Myra.
... Muchas cosas debieron ocurrir en aque­llos años para convertirlo, con el tiempo, en santo patrón de países como Grecia y Rusia, regiones como Lorena, ciudades como Fri­burgo y Moscú; para que por toda Europa se alzaran centenares de templos bajo su advo­cación; para que marineros, comerciantes, vírgenes y toda la chiquillería europea lo acogieran como benefactor. Y para que hacia 1807 mercaderes y navegantes italianos se atrevieran a desafiar a los musulmanes se­cuestrando sus restos y llevándolos a Bari para custodiarlos al amparo de una bandera cristiana.
No hay documentos que testifiquen las ra­zones de todo esto pero sí una sólida tradi­ción popular. El primer relato sobre el santo data del siglo IV y apareció en un texto griego. Narra la historia de tres alegres colegiales en día de asueto que beben imprudentemente más de la cuenta en una taberna. El patrón los asesina para robarles y mete los cuerpos en una cuba de vino. Enterado Nicolás, corre a la taberna y los devuelve a la vida tras una bue­na reprimenda. ¿Viene de aquí su aureola de benefactor de los niños?
Por aquellos años, otro Nicolás, el abad de Sión, escribió una biografía del santo en la que narra los milagros que dieron pie a su de­voción entre vírgenes y marineros. Un padre hundido en la miseria, con tres hijas casade­ras, decide una noche solucionar los proble­mas familiares prostituyendo a las mucha­chas. Esa misma noche San Nicolás deja des­lizar por la chimenea de la casa tres barras de oro como dote para cada una de las mucha­chas.
Otra leyenda (una nave a la deriva, una tri­pulación enloquecida de espanto ante la ga­lerna, una oración a San Nicolás, y una calma chicha como final feliz del asunto) parece es­tar en la raíz de la devoción que el santo de Bari ha inspirado a generaciones y generacio­nes de marineros.
Los sociólogos explican todo esto de otra manera. Hasta el momento de la consolida­ción del cristianismo en Europa, cada activi­dad, cada gremio, cada función de la vida cotidiana, estaba consagrada a los dioses. Los griegos tenían su propia mitología, los roma­nos adoptaron la suya, las divinidades del im­perio sustituyeron luego a los dioses de los pueblos bárbaros europeos. No era de extra­ñar que los cristianos sintieran la necesidad de asumir esas ancestral es celebraciones en­cuazándolas hacia sus propios santos.
Los marineros griegos, por ejemplo, creían que Poseidón era el rey de los mares del mun­do... Los romanos llamaron Neptuno a Po­seidón y siguieron invocándolo. Los prime­ros marineros cristianos también sentían la necesidad de una ayuda que los protegiera de las tempestades. Nicolás fue para ellos esa ayuda.
Algo parecido debió ocurrir con los niños y sus ansias de ilusión y regalos. En la Roma Antigua y en todo el Lacio, se celebraban ca­da invierno las fiestas religiosas en honor a Saturno, el Cronos de los griegos. A mediados de diciembre, las saturnales festejaban el solsticio de invierno y en su origen estuvie­ron vinculadas a las ceremonias de recolec­ción...
Al final de las fiestas y en nombre del an­ciano dios de las cosechas, todo el mundo re­cibía regalos. Los niños eran el alma de aquel jolgorio y los regalos que recibían habían sido cuidadosamente preparados en sordina des­de muchas calendas antes de que llegaran los primeros fríos.
¿Cómo no reconocer estas antiquísimas costumbres en los relatos de la Edad Media? Y en el caso concreto de los portadores de regalos, ¿como no evocar el anciano rostro del Saturno antiguo en esa figura patriarcal que llevaba obsequios a los niños en los cru­dos días de los inviernos medievales?
Santa Claus no tenía por entonces un nom­bre muy definido, ni siquiera un sexo preciso. Los niños italianos, por ejemplo, recibían sus regalos de una especie de bruja achacosa y bonachona llamada Befana. En los bosques de las montañas vascas, el día de Nochebuena ardía un tronco de leña especial en las chime­neas de los caseríos en recuerdo del Olentzero. Este era un gigante, un carbonero del bosque que se colaba en Navidad por las chimeneas y con su cara tiznada de hollín celebraba las fiestas con chicos y grandes "Orra, orra, Olent­zero, pipa artzedubenic", cantaban todos a coro (Ahí está nuestro Olentzero, con su pipa, sentado, y con capones y huevos para meren­dar mañana con una botella de vino).
Brujas, carboneros, duende, campesinos de barba blanca, botas altas y gorro de armi­ño, todos estos señores del invierno que po­blaban las más recónditas aldeas europeas no hacían otra cosa que cumplir, sin saberlo, las mismas tareas que los antiguos atribuían a Saturno: regalar cosas a los niños, aportando un instante de calor en los momentos más crudos del invierno.
No es extraño que el recuerdo de los mila­gros de San Nicolás entre los fieles cristianos sustituyera a las figuras paganas portadoras de regalos. Y así, en muchos sitios, el gorro de armiño se reemplazó por la mitra episcopal, el abrigo rojo típico del atuendo medieval centroeuropeo, se convirtió en una capa y el bastón de pastor de renos pasó a ser un báculo.
Pero los duendes paganos del invierno me­dieval se resistían a desaparecer a pesar de la cada vez más extendida afirmación de San Nicolás. Hasta el pasado siglo todavía había se­ñores del invierno pagano recorriendo incan­sablemente los caminos nevados cargados con sus sacos de regalos... Iban a pie o a ca­ballo, en trineos tirados por ciervos y los niños, según las regiones, dejaban junto a la chimenea unas briznas de heno, unas zana­horias, un montón de paja ... En otras regiones se llegó a una solución mixta y los diosecillos paganos actuaban como pajes de San Nicolás y entonces, un cortejo de figuras se desliza­ban puntualmente por los senderos navi­deños... 

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