En los pueblos paganos del Norte, a causa de esa especial facultad que tienen los porcinos de remover y suavizar la tierra cuando la hozan en busca de alimentos -es decir, cuando ejercitan ese hábito que por ser propio de puercos originó en el habla de los agricultores la palabra apocar- se divinizó el jabalí como una encarnación del Espíritu del Grado, aliado del hombre en las tareas de la siembra. De tan antigua tradición pagana les viene a aquellas comunidades hoy cristianizadas, la Procesión del Jabalí, para la cena, ahora humanizado el rito con oraciones y cánticos a Jesucristo.
A imitación de la naturaleza que por decirlo así les regalaba a los humanos un sol nuevo al término de cada año y principio de otro, los antiguos franceses adoptaron la costumbre de los que ellos bautizaron como les etrennes, superstición augural hoy día evolucionada, pero todavía presente en los estrenos de ropa para la Pascua y el Año Nuevo. Sin nada tener en común con aquellas culturas tan alejadas y antiguas, análogas costumbres practicaban los mexicanos del Imperio Azteca, de quienes nos narra Sahaguán que, entrado el nuevo año, los vecinos de cada pueblo en cada casa renovaban sus alhajas y los hombres y mujeres se vestían de vestidos nuevos y ponían en el suelo nuevos petates, de manera que todas las cosas que eran menester en casa eran nuevas, en señal del año nuevo que comenzaba.
Las ramas de la plantica montañesa llamada albricias, con que ornamentan para la Na vidad los techos de sus casas las familias de nuestros caseríos andinos, nos remiten a mundos tan distantes a nosotros en el tiempo y en el espacio, como el de los galos, los habitantes de la Francia precristiana. Semejante a la cariñosa estimación que le conceden nuestros pueblos de montaña a esas albricias como planta de buenos anuncios, era la religiosa devoción que le profesaban los galos a la parásita llamada muérdago, que crece entre las rugosidades de la encina. Por ser de las muy escasas criaturas vegetales que lejos de ser abatida por el invierno, es en esa estación cuando da sus encendidos y pequeñísimos frutos, le tenían aquellas gentes como un símbolo de sobrevivencia y le rendían culto. En los días finales del año, entre ceremonias en que, llegaban a ofrendarle a la planta víctimas humanas, procedían a recolectarla, usando el sacerdote para ese menester una hoz de oro. Segado el muérdago, se repartían sus ramas entre la colectividad.
La llamaban por antonomasia, el Muérdago del Año Nuevo, que dicho en lengua francesa es au guil'anne neuf, expresión que dio en nuestro idioma la palabra aguinaldo. Extraña evolución la de esta amable institución navideña: surgida de un culto barbárico que se caracterizó como pocos por su crueldad, he aquí que en la más sugestiva de sus acepciones, ha venido a designar cosa tan delicada como son esos regalitos musicales que se le llevan al Niño Jesús la noche de su Nacimiento.
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